jueves, 3 de marzo de 2016

Hacia una globalización con un rostro más humano – Joseph Stiglitz

[…] Una de las razones por las que es atacada la globalización es porque parece conspirar contra los valores tradicionales. Los conflictos son reales y en cierta medida inevitables. El crecimiento económico —incluyendo el inducido por la globalización— dará como resultado la urbanización, lo que socava las sociedades rurales tradicionales. Por desgracia, hasta el presente los responsables de gestionar la globalización, aunque han alabado esos beneficios positivos, demasiado a menudo han mostrado una insuficiente apreciación de ese lado negativo: la amenaza a la identidad y los valores culturales. Esto es sorprendente, dada la conciencia que sobre tales cuestiones existe en los propios países desarrollados: Europa defiende sus políticas agrícolas no sólo en términos de intereses especiales sino también para preservar las tradiciones rurales. En todas partes la gente de las pequeñas ciudades se queja porque las grandes cadenas nacionales y los centros comerciales han liquidado sus pequeños negocios y comunidades.
El ritmo de la integración global es un asunto importante: un proceso más gradual significa que las instituciones y normas tradicionales no serán arrolladas, y podrán adaptarse y responder a los nuevos desafíos.

Igualmente preocupante es lo que la globalización puede hacer con la democracia. La globalización, tal como ha sido defendida, a menudo parece sustituir las antiguas dictaduras de las elites nacionales por las nuevas dictaduras de las finanzas internacionales. A los países de hecho se les avisa que si no respetan determinadas condiciones, los mercados de capitales o el FMI se negarán a prestarles dinero. En esencia son forzados a renunciar a una parte de su soberanía y dejar que los caprichosos mercados de capitales —incluidos los especuladores, cuyo único afán es el corto plazo y no el crecimiento a largo plazo del país ni la mejora en sus condiciones de vida— los «disciplinen» aleccionándolos sobre lo que deben y no deben hacer. Pero los países pueden elegir, y entre sus opciones figura el grado al que desean someterse a los mercados internacionales de capitales. Aquellos que, como en el Este asiático, han evitado las restricciones del FMI han crecido más rápidamente, con más igualdad y más reducción de la pobreza, que los que han obedecido sus mandamientos. Como las políticas alternativas afectan de modo desigual a los distintos grupos, el papel del proceso político —no de los burócratas internacionales— es resolver los dilemas. Aun concediendo que estas medidas afecten negativamente al crecimiento, se trata de un coste que muchos países en desarrollo estarían dispuestos a pagar para conseguir una sociedad más democrática y equitativa, del mismo modo que muchas sociedades declaran hoy que vale la pena sacrificar algún crecimiento a cambio de un mejor medio ambiente. Mientras la globalización sea presentada del modo en que lo ha sido, representa una privación de derechos civiles y políticos. No es llamativo, pues, que haya encontrado resistencias, especialmente entre los que padecen dicha privación.
Hoy la globalización es desafiada en todo el mundo. Hay malestar con la globalización, y con sobrados motivos. La globalización puede ser una fuerza benigna: la globalización de las ideas sobre la democracia y la sociedad civil han cambiado la manera de pensar de la gente, y los movimientos políticos globales han llevado al alivio de la deuda y al tratado de las minas terrestres. La globalización ha ayudado a cientos de millones de personas a alcanzar mejores niveles de vida, más altos de lo que ellas mismas, o la mayoría de los economistas, consideraban imaginable hace apenas poco tiempo. La globalización de la economía ha beneficiado a los países que han aprovechado esta oportunidad abriendo nuevos mercados para sus exportaciones y dando la bienvenida a la inversión extranjera. Pero los países que más se han beneficiado han sido los que se hicieron cargo de su propio destino y reconocieron el papel que puede cumplir el Estado en el desarrollo, sin confiar en la noción de un mercado autorregulado que resuelve sus propios problemas.
Ahora bien, para millones de personas la globalización no ha funcionado. La situación de muchas de ellas de hecho empeoró, y vieron cómo sus empleos eran destruidos y sus vidas se volvían más inseguras. Se han sentido cada vez más impotentes frente a fuerzas más allá de su control. Han visto debilitadas sus democracias y erosionadas sus culturas. Si la globalización sigue siendo conducida como hasta ahora, si continuamos sin aprender de nuestros errores, la globalización no sólo fracasará en la promoción del desarrollo sino que seguirá generando pobreza e inestabilidad. Si no hay reformas la reacción que ya ha comenzado se extenderá y el malestar ante la globalización aumentará. Ello sería una tragedia para todos, y especialmente para los miles de millones que podrían resultar beneficiados en otras circunstancias. Aunque económicamente el que más perderá será el mundo en desarrollo, habrá ramificaciones políticas más amplias que afectarán también al mundo desarrollado.
[…]
La situación actual me recuerda al mundo de hace unos setenta años. Cuando el mundo se sumió en la Gran Depresión, los partidarios del mercado libre dijeron: «No os preocupéis; los mercados se autorregulan y, con el tiempo, la prosperidad económica retornará». No había que preocuparse por la desgracia de aquellos cuyas vidas quedaran destrozadas durante la espera de dicha eventualidad. Keynes sostuvo que los mercados no se autocorregían, o al menos no lo hacían en un marco temporal relevante (como dijo en su célebre frase: «A largo plazo todos estaremos muertos»). El paro podía persistir durante años, y la intervención del Estado era necesaria. A Keynes lo pusieron entonces en la picota: sus críticas al mercado le granjearon la acusación de socialista; y sin embargo en un cierto sentido Keynes fue intensamente conservador. Abrigaba una creencia fundamental en los mercados: si el Estado corregía este único fallo, la economía podría funcionar de modo razonablemente eficiente. No aspiraba a una sustitución cabal del sistema de mercado; pero sabía que si esos problemas básicos no eran abordados, las presiones populares serían gigantescas. Y el remedio de Keynes funcionó: desde la II Guerra Mundial los países como EEUU, que siguieron las prescripciones keynesianas, han registrado menos y más breves recesiones, y expansiones más prolongadas que antes.
Hoy el sistema capitalista está en una encrucijada, igual que durante la Gran Depresión. En la década de 1930 el capitalismo fue salvado por Keynes, que pensó en políticas para crear empleo y rescatar a los que sufrían por el colapso de la economía global. Ahora, millones de personas en todo el mundo esperan a ver si la globalización puede ser reformada de modo que sus beneficios sean más ampliamente compartidos.
Por fortuna, hay un creciente reconocimiento de estos problemas y una creciente voluntad política de hacer algo. Prácticamente todos los involucrados en el desarrollo, incluso en el establishment de Washington, aceptan hoy que una rápida liberalización de los mercados de capitales sin una regulación correspondiente puede ser peligrosa. También concuerdan en que el excesivo rigor de la política fiscal durante la crisis asiática de 1997 fue un error. Cuando Bolivia entró en recesión en 2001, en parte a causa de la desaceleración económica global, hubo algunos indicios de que no se obligaría al país a que recorriera la senda tradicional de austeridad ni a que redujera el gasto público. En vez de ello, en enero de 2002 parece que Bolivia será autorizada a estimular su economía, para ayudarla a superar la recesión, utilizando los ingresos que pronto recibirá de sus reservas de gas natural, recientemente descubiertas, para aguantar hasta que la economía vuelva a crecer. Tras el desastre de Argentina, el FMI ha admitido las deficiencias de las grandes estrategias de salvamento, y empieza a discutir el uso de moratorias y reestructuraciones a través de quiebras, es decir, el tipo de alternativas que algunos hemos venido propugnando desde hace años. Las condonaciones de deudas conseguidas gracias a la labor del movimiento Jubileo y las concesiones realizadas para lanzar una nueva ronda del desarrollo de negociaciones comerciales en Doha representan dos victorias más.
A pesar de estas ganancias, queda aún mucho por hacer para cerrar la brecha entre la retórica y la realidad. En Doha, los países en desarrollo acordaron empezar a discutir una agenda comercial más justa, pero aún quedan por corregir los desequilibrios del pasado. Las quiebras y moratorias están ahora en la agenda, pero no hay garantía de que se establezca un equilibrio adecuado entre los intereses de acreedores y deudores. Hay bastante más participación de los países en desarrollo en las discusiones sobre estrategia económica, pero la evidencia sobre cambios en las políticas que reflejen una mayor participación aún es escasa. Tienen que cambiar las instituciones y los esquemas mentales. La ideología del libre mercado debe ser reemplazada por análisis basados en la ciencia económica, con una visión más equilibrada del papel del Estado, a partir de una comprensión de los fallos tanto del mercado como del Estado. Debe existir más sensibilidad sobre el papel de los asesores externos, de modo que respalden la toma democrática de decisiones —clarificando las consecuencias de las distintas políticas, incluyendo los impactos sobre los diferentes grupos, en especial los pobres— y no la socaven forzando políticas concretas sobre países reticentes.
Es claro que la estrategia de reforma debe tener muchas puntas. Una es la referida a la reforma de los arreglos económicos internacionales. Pero ello requerirá mucho tiempo. De ahí que la segunda punta debe orientarse a estimular las reformas que cada país puede acometer por sí mismo. Los países desarrollados tienen una responsabilidad especial, por ejemplo, la de practicar lo que predican y eliminar sus barreras al comercio. Pero aunque la responsabilidad de los países desarrollados sea grande, sus incentivos son débiles: después de todo, los centros bancarios y fondos de cobertura off-shore sirven a intereses de las naciones desarrolladas, y éstas bien pueden tolerar la inestabilidad que un fracaso en las reformas podría producir en el mundo subdesarrollado. En realidad cabe afirmar que EEUU en varios aspectos se benefició de la crisis del Este asiático.
Por lo tanto, los países en desarrollo deben asumir la responsabilidad de su propio bienestar. Pueden administrar sus presupuestos de modo que consigan vivir por sus medios, por magra que esta idea resulte, y eliminar las barreras proteccionistas que derraman copiosos beneficios para unos pocos pero fuerzan a los consumidores a pagar precios altos. Pueden imponer estrictas regulaciones para protegerse de los especuladores foráneos o de los desmanes corporativos locales. Y lo más importantes: los países en desarrollo necesitan Estados eficaces, con un poder judicial fuerte e independiente, responsabilidad democrática, apertura y transparencia, y quedar libres de la corrupción que ha asfixiado la eficacia del sector público y el crecimiento del privado.
Lo que deberían solicitar a la comunidad internacional es sólo esto: que acepten su deber y su derecho de tomar sus propias decisiones, de forma que reflejen sus propios juicios políticos sobre, por ejemplo, quién debería soportar qué riesgos. Deberían ser estimulados para que adopten leyes sobre quiebras y estructuras reguladoras adaptadas a su propia situación, y a no aceptar patrones diseñados por y para los países más desarrollados.
Se necesitan políticas para un crecimiento sostenible, equitativo y democrático. Esta es la razón del desarrollo. El desarrollo no consiste en ayudar a unos pocos individuos a enriquecerse o en crear un puñado de absurdas industrias protegidas que sólo benefician a la elite del país; no consiste en traer a Prada y Benetton, Ralph Lauren o Louis Vuitton para los ricos de las ciudades, abandonando a los pobres del campo a su miseria. El que se pudieran comprar bolsos de Gucci en los grandes almacenes de Moscú no significó que el país se había vuelto una economía de mercado. El desarrollo consiste en transformar las sociedades, mejorar las vidas de los pobres, permitir que todos tengan la oportunidad de salir adelante y acceder a la salud y la educación.
Este tipo de desarrollo no tendrá lugar si sólo unos pocos dictan las políticas que deberá seguir un país. Conseguir que se tomen decisiones democráticas quiere decir garantizar que un abanico de economistas, funcionarios y expertos de los países en desarrollo estén activamente involucrados en el debate. También implica una amplia participación que va bastante más allá de los expertos y los políticos. Los países en desarrollo deben tomar las riendas de su propio porvenir. Pero nosotros en Occidente no podemos eludir nuestras responsabilidades.
No es fácil cambiar el modo de hacer las cosas, las burocracias, igual que las personas, incurren en malas costumbres, y la adaptación para el cambio puede ser dolorosa. Pero las instituciones internacionales deben acometer esos cambios quizá arduos que les permitirán desempeñar el papel que deberían cumplir para lograr que la globalización funcione, y no sólo que funcione para los ricos y los países industrializados sino también para los pobres y las naciones en desarrollo.
El mundo desarrollado debe poner de su parte para reformar las instituciones internacionales que gobiernan la globalización. Hemos montado dichas instituciones y debemos trabajar para repararlas. Si vamos a abordar las legítimas preocupaciones de quienes han expresado su malestar con la globalización, si vamos a hacer que la globalización funcione para los miles de millones de personas para las que aún no ha funcionado, si vamos a lograr una globalización de rostro humano, entonces debemos alzar nuestras voces. No podemos, ni debemos, quedarnos al margen.

Extraído de “El malestar en la globalización” págs. 307-314


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