jueves, 3 de marzo de 2016

La incorrecta descripción de lo que somos – Jesús Mosterín

La antropología filosófica sólo puede despegar y emprender el vuelo intelectual desde la base sólida a ser posible en nuestros días, gracias a los recientes avances de la paleoantropología, de la genómica humana y de la neurociencia. Esta situación es nueva, pues en el pasado no sabíamos casi nada acerca de nosotros mismos, lo cual no era tan grave como podría parecer. No hace falta entender la digestión ni la respiración para digerir o respirar. No es necesario saber nada de genética ni de embriología para reproducirse. Y el ser incapaces de describir el funcionamiento del cerebro nunca nos ha impedido pensar. Sin embargo, la falsa autoconciencia de lo que somos, basada en datos falsos y pseudoexplicaciones insostenibles, impide la puesta en marcha de la antropología filosófica como empresa cognitiva.
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3. Metáforas de la mente
Toda nuestra conducta, nuestra cultura y nuestra vida social, cuanto hacemos, pensamos y sentimos, depende de nuestro cerebro. El cerebro es la sede de nuestras ideas y emociones, de nuestros temores y esperanzas, del gozo y el sufrimiento, del lenguaje y la personalidad. Si en algún órgano se manifiesta la naturaleza humana en todo su esplendor, es sin duda en nuestro voluminoso cerebro. Lástima que no lo conozcamos mejor. De todos modos, el hecho de que apenas entendamos cómo funciona el cerebro no nos ha cohibido a la hora de especular sobre la mente y la conducta, el alma y el intelecto.

Las palabras acuñadas por las lenguas indoeuropeas para designar el alma implican desde el principio la metáfora del aliento o la respiración.
El ánima del animal se concebía como aquello que diferenciaba a un animal vivo de un cadáver. Esa diferencia parecía estribar en la respiración: el animal vivo respira, mientras que el muerto no lo hace. En griego el alma se llama psykhē, que originalmente significa soplo o aliento y que procede del verbo psýkhō(soplar, exhalar, respirar). En latín el alma se llama ánima, que inicialmente significaba aire, soplo, viento, aliento o respiración y que procede del verbo animare (soplar, dar aire). En sánscrito el alma se llama átman, palabra emparentada etimológicamente con el verbo alemán atmen, que significa respirar.
Aunque en castellano temprano existía la expresión de «parar mientes» (darse cuenta) y de «mentar» (mencionar) y luego se ha hablado de «oración mental» y de «cálculo mental» (que tiene lugar en la cabeza, sin sonidos ni papeles), el uso actual de la palabra «mente» es reciente y debido al influjo del inglés mind. Así, «mente» ha venido a sustituir a «intelecto» o «alma intelectiva», expresiones pasadas de moda y caídas en desuso, y a veces incluso a conciencia o pensamiento.
Cuando no entendemos algo, buscamos analogías con otros sistemas que creemos entender mejor. A veces usamos esos sistemas como metáforas de lo que entendemos. Si nos tomamos demasiado en serio la metáfora y la desarrollamos teóricamente, acabamos embarcados en un paradigma metafórico, que, si bien puede resultar sugestivo, con frecuencia bloquea el camino de la investigación directa de la cosa misma. Hasta el surgimiento de la ciencia moderna en el siglo XVII, gran parte del pensamiento filosófico y científico era de tipo metafórico. En especial, toda la reflexión psicológica discurría por cauces metafóricos.
René Descartes (1596-1650) fue un gran matemático, un imaginativo físico y un mediocre biólogo. Consideraba que el cuerpo y el alma son cosas completamente distintas e independientes. El alma es puro pensamiento (res cogitans), mientras el cuerpo es pura extensión (res extensa).
Influido por los estudios de William Harvey (1578-1657) sobre la circulación de la sangre, Descartes trató de desarrollar una fisiología hidráulica, presentando el cuerpo humano como máquina y su funcionamiento como puramente mecánico. Todos los movimientos del cuerpo estarían determinados por el movimiento de unos líquidos que él llamaba «espíritus animales», y que producirían todos los fenómenos fisiológicos, desde la digestión hasta los movimientos reflejos. El alma, a su vez, podía controlar los movimientos corporales actuando sobre ese líquido en la glándula pineal. La mente o alma –según Descartes– era una entidad no extensa. ¿Cómo podía mover, por ejemplo, una pierna? El alma movía la glándula pineal, que era una especie de músculo, que a su vez ponía en movimiento la pierna. En Les passions de l´âme, Descartes expone cómo la sangre, al dilatarse en el corazón, produce unos fluidos muy tenues, los espíritus animales, sometidos a las leyes de la hidrodinámica. Estos fluidos se quedan atrapados en los poros del cerebro, desde donde, a través de los nervios, llegan a los músculos, cuyas contracciones producen. Antes de salir del cerebro pasan por la glándula pineal, donde el alma interacciona con ellos.
Según Descartes, la mente o alma no está en el cuerpo ni depende de él, pero interacciona con él a través de la glándula pineal. ¿Por qué eligió Descartes la glándula pineal? Galeno había pensado que era como una válvula que servía para regular el flujo del pensamiento desde el cerebro. Descartes creía que la glándula pineal era un órgano que solo se encontraba en los humanes, y no en los otros animales. Por ello, los otros animales, desprovistos de glándula pineal, carecerían de mente y de alma, serían meras máquinas. Sin embargo, unas décadas más tarde Nicolaus Steno (1638-1686) descubrió la glándula pineal en otros animales. Este descubrimiento, que arruinaba uno de los pilares de la filosofía cartesiana, resultaba embarazoso para Steno, que se consideraba cartesiano. Ahora sabemos que casi todos los vertebrados tienen glándula pineal, e incluso que en algunos reptiles está bastante más desarrollada que en nosotros.
Según Descartes, la glándula pineal es el lugar imposible donde un alma etérea interacciona con un cuerpo burdamente mecánico, moviendo los espíritus animales. De hecho, la glándula pineal o epífisis es una glándula endocrina periforme, del tamaño de un guisante, situada en medio del encéfalo, detrás del tálamo y encima de los tubérculos cuadrigéminos superiores; forma parte del diencéfalo o cerebro intermedio. (Obviamente, no hay que confundir la glándula pineal o epífisis con la glándula pituitaria o hipófisis, que es la glándula maestra del cerebro y está situada más abajo.) La glándula pineal es, en los mamíferos, un órgano secretor de melatonina, evolucionado a partir de un órgano fotorreceptor más antiguo, un tercer ojo dorsal o epifisial, presente en anfibios y reptiles, que no forma imágenes, sino que se limita a captar la intensidad de luz. La glándula pineal, bajo el influjo de la formación reticular, regula el ciclo del sueño y la vigilia, secretando melatonina cuando cunde la oscuridad, lo que induce el sueño. Ahora la melatonina se sintetiza también en los laboratorios, y se vende en píldoras, que adelantan el ritmo del sueño y la vigilia tras los vuelos intercontinentales, ayudando a combatir el jet lag.
Descartes trataba de alcanzar un compromiso entre sus ideas científicas mecanicistas, que desarrollaba con audacia, y su cristianismo voluntarista en cuanto a Dios y al hombre, con el que cubría prudentemente sus espaldas y evitaba el destino de Galileo. Los fenómenos biológicos serían incluidos en el dominio de la física, pero no la mente humana. Ya no habría diferencia entre lo animado y lo inanimado, sino entre lo material y lo espiritual. Atribuir un alma inmortal a todos los animales o concebir a los humanes como meros autómatas sin alma, eran alternativas prohibidas por la Iglesia. Descartes solucionó el dilema introduciendo lo que Gilbert Ryle llamó el mito del fantasma en la máquina, la extravagante doctrina dualista según la cual el alma humana sería simple, inmortal y puro pensamiento, mientras el resto de los animales y el mismo cuerpo humano serían máquinas hidrodinámicas.

4. Psicoanálisis
El psicoanálisis fue creado por Sigmund Freud (1856-1939). Freud inició su carrera como neurólogo y médico del sistema nervioso. En 1895 escribió Entwurf einer Psychologie (Proyecto de una psicología), que sólo fue publicado póstumamente. Esta obra contiene lo que Freud llamaba su metapsicología, es decir, la descripción del modelo general de la vida psíquica, que está detrás de sus teorías y doctrinas psicológicas concretas. Cuando lo formuló, Freud pretendía aplicar un enfoque científico y materialista al estudio de la vida mental y las neurosis. El psicoanálisis surgió inspirado en la ciencia de 1895, pero luego rompió sus amarras con la investigación posterior, a la que dejó de tener en cuenta. La metodología freudiana ya no fue renovada ni puesta a punto en función de los descubrimientos posteriores.
El paradigma psicoanalítico usaba inicialmente como hilo conductor un modelo termodinámico o hidrodinámico, basado en la comparación metafórica de la psique con una máquina de vapor, lo que explica el uso de nociones como la represión (la presión del gas que sale por las junturas). Freud sabía ya que el cerebro se compone de neuronas (Cajal acababa de confirmarlo) y había oído que por el sistema nervioso circulan impulsos eléctricos. Recogió de la física la idea de energía como cantidad conservada y la adoptó como «energía psíquica». Según Freud, los sentidos recogen energía del entorno y la trasmiten al cerebro. Además, en el propio cuerpo, las gónadas y los órganos genitales producen energía psíquica o libido, que envían al cerebro. El cerebro está sometido a presión por toda esta energía que le llega y que le resulta desagradable. Trata de librarse de ese exceso de energía, dándole salida mediante acciones que la gastan, consumen y disipan. Para la energía psíquica valdría el principio de conservación de von Helmholz. La energía no desaparece ni se pierde. Se almacena y concentra en el cerebro, poniendo en peligro a todo el organismo. En el acto sexual se disipa la energía sobrante del cerebro, acumulada allí por las gónadas. Freud no sabía qué era esa energía. Curiosamente, ha habido una tendencia a concebir lo que no entiende como algún tipo de fluido, baste recordar los «espíritus animales» de Descartes, o el flogisto de Stahl o el calórico de Lavoisier. Freud concebía también su energía psíquica como un fluido. Tenía la imagen de una máquina de vapor, que transforma la presión a que es sometida en trabajo, en acción, pues si no, estalla. Este modelo psicohidráulico está basado en la experiencia del orgasmo. Le parecía como si la sexualidad generase una energía (la libido), que pugna por liberarse o disiparse en el acto sexual.
Estas ideas freudianas fueron desarrolladas hasta el paroxismo por Wilhelm Reich (1897-1957), un discípulo heterodoxo de Freud. Según Reich, todas las neurosis se deben a que la energía sexual no acaba de liberarse en el orgasmo. Esta energía se acumula y la presión que ejerce se manifiesta como neurosis. La actividad sexual sería el tubo de escape de esa energía ficticia. Más tarde Reich pretendió haber detectado manifestaciones de la energía sexual generalizada en la fermentación (biones) e incluso en la atmósfera y el cielo. Creyó haber descubierto una fuerza fundamental de la naturaleza desconocida hasta entonces, a la que llamó orgon, e incluso llegó a mostrar un acumulador de orgon que había construido a Einstein, que no le hizo caso.
Nosotros sabemos ahora que el cerebro no recibe ni almacena ni envía energía, sino señales, información. El cerebro envía a los músculos la orden (la información) de contraerse, pero no les envía energía. De hecho, las células de los músculos producen la energía que necesitan descomprimiendo en ADP el ATP que previamente acumulan mediante la respiración celular. No hay un tráfico de energía entre el cerebro y otras partes del cuerpo.
Hay que distinguir el psicoanálisis como método terapéutico y como teoría o modelo de la mente humana. La posible eficacia de una terapia no depende de la veracidad de la teoría que la justifica. Baste con pensar en los casos de eficacia terapéutica de los placebos o de curación por la fe. La aspirina o ácido acetilsalicílico ha estado quitando el dolor de cabeza durante mucho tiempo en ausencia de explicación alguna de cómo se conseguía ese efecto. La acupuntura es una terapia de la medicina tradicional china consistente en clavar agujas en ciertos puntos del cuerpo del paciente. La base teórica de la acupuntura es sumamente dudosa; se basa en la existencia del yin y el yang como fuerzas fundamentales de la naturaleza, en la concepción de las enfermedades como desequilibrios entre el yin y el yang, y la existencia de una serie de «meridianos» o canales que recorren el cuerpo longitudinalmente, conectando los diversos órganos, y por los que fluye la energía vital (qi). Nadie ha detectado tales fuerzas ni canales. Sin embargo, la acupuntura tiene bastante éxito práctico como analgesia y como terapia de ciertas enfermedades.
Los filósofos de la ciencia del siglo XX han sometido el psicoanálisis a análisis crítico. El resultado ha sido uniformemente devastador, aunque la devastación ha tomado dos formas distintas. Según algunos autores, como Karl Popper (1902-1993), el psicoanálisis es una doctrina incontrastable e irrefutable, por lo que no puede ser tomada en serio como teoría científica. Según otros autores, como Adolf Grünbaum, el psicoanálisis sí es una teoría contrastable, ya ha sido contrastado y ha resultado ser falso. Se tome como se tome, el psicoanálisis como teoría sale mal parado del escrutinio epistemológico: es una mera especulación incontrastable o una falsedad patente.

5. Los sueños
Aunque el español dispone de verbos diferentes para dormir y para soñar, confunde ambas actividades en el único y equívoco sustantivo «sueño». En otras lenguas se emplean sustantivos distintos, por ejemplo, en inglés sleep y dream, en alemán Schlaf y Traum, en francés sommeil y rêve. Algún artículo técnico traduce dream por «ensoñación», pero en castellano habitual esa palabra más bien significa fantasear estando despierto o a lo sumo en duermevela. A falta de un vocablo mejor, usaremos aquí «dormida» como sustantivo correspondiente al verbo «dormir».
La conciencia carece de estabilidad y permanencia, es una realidad intermiten-te, interrumpida y desactivada con frecuencia. No sólo en los raros casos de desmayos, coma y anestesia, sino en la dormida cotidiana, la conciencia se apaga. Sin embargo, el cerebro sigue funcionando mientras dormimos de hecho, sigue funcionando mientras vivimos, por definición, pues la muerte suele definirse como la cesación de la actividad cerebral.
Ya Aristóteles señalaba que todos los animales duermen. Más recientemente hemos descubierto que todos los mamíferos sueñan. El psicólogo William James (1842-1910) había roto con el estructuralismo introspectivo de Wilhelm Wundt (1832-1920) con su insistencia en el funcionalismo, en la pregunta por la función y la contribución a la supervivencia de los fenómenos psíquicos. ¿Cuál es la contribución del dormir y el soñar, para qué sirven, por qué fueron retenidos por la selección natural en el curso de la evolución biológica? No lo sabemos. Hay muchas hipótesis al respecto, varias de las cuales tienen que ver con la consolidación de la memoria de contenidos y procedimientos recién aprendidos.
Como señalaba Heráclito, «para los despiertos hay un mundo único y común, mientras que cada uno de los que duermen se vuelve hacia su propio mundo particular» [fr. 652]. Ese mundo particular es el mundo de los sueños. En las culturas primitivas han sido frecuentemente interpretados como mensajes enviados por los dioses o como visiones de una realidad mágica y superior. En el siglo XX el psicoanálisis ha especulado incansablemente sobre el presunto significado de los sueños.
En su famosa obra de 1900, Die Traumdeutung (La interpretación de los sueños), Freud dio por supuesto que los sueños significan algo y trató de encontrar su interpretación adecuada. Según Freud, los sueños constituyen la satisfacción o realización simbólica de deseos peligrosos irrealizados y reprimidos, desterrados al subconsciente, del que escapan por la noche en forma de sueños. Allí estableció la diferencia entre el sueño latente o auténtico, que es el deseo reprimido, y el sueño manifiesto, que es su forma disfrazada, como el sueño se recuerda. Esta distinción inmuniza la teoría freudiana frente a la crítica, pues si los sueños no coinciden con lo que predice el psicoanálisis, siempre cabe atribuir la discrepancia a la distorsión sufrida por el sueño latente al pasar a sueño manifiesto.
Según Freud, el sujeto tiene experiencias y recuerdos inquietantes y deseos insatisfechos, a veces desde la infancia, deseos inaceptables e inconfesables, y por tanto reprimidos por la censura interna. Estos deseos insatisfechos pueden volver, excitarnos e impedirnos dormir y descansar. Por tanto, la función de los sueños consiste en permitir el descanso, relejando la tensión excesiva de los deseos insatisfechos de un modo simbólico, aunque disfrazado para pasar la censura. Ya hemos aludido a la diferencia entre el contenido manifiesto del sueño, que el sujeto recuerda, y el deseo insatisfecho real, latente en el inconsciente. Los sueños manifiestos no necesitan ser explicados, sino interpretados, leídos entre líneas, hasta dar con los verdaderos deseos insatisfechos latentes. Freud llama elaboración del sueño a ese trabajo de disfrazarlo para que pase la censura. La interpretación, por el contrario, trata de apartar el disfraz y llegar a la versión original, la latente. En los sueños el sujeto vive sus deseos eróticos insatisfechos de la infancia, que permanecen en su inconsciente. Esos deseos son elaborados según un simbolismo, el lenguaje de los sueños.
Para Freud, los sueños son «el camino real» de la exploración del inconsciente. Lo mismo ocurre con los actos fallidos del habla. Hasta Freud, la psicología introspectiva pretendía ocuparse sólo de la conciencia y de la vida consciente. Freud tenía razón al señalar la existencia de una gran cantidad de psiquismo inconsciente. Lo que es peculiar del psicoanálisis y carece de apoyo empírico es que el inconsciente sea el resultado de una censura o rechazo cuasimoral, de una pugna interior entre principios opuestos, entre deseos indecentes inconfesables y tendencias represivas cuasimorales. Todos los mamíferos sueñan, como documentan numerosos estudios con gatos y otros animales a los que difícilmente puede atribuirse la moral victoria-na o las costumbres de la Viena de la época de Freud.
Desde 1953 hemos aprendido mucho sobre el dormir y el soñar; por ejemplo, el papel de la formación reticular del tronco cerebral en el inicio y el control de la dormida y de los suelos y en la secreción de melatonina por la glándula pineal. Cada noche soñamos unas cuatro veces, generalmente durante las etapas de movimiento rápido de los ojos (REM, rapad ye movements), caracterizadas por una actividad eléctrica del cerebro (reflejada en el encefalograma) parecida a la de la vigilia, con ondas muy rápidas, en contraste con las ondas lentas de las etapas de dormida sin sueños. Durante las etapas REM, aunque el cerebro trabaja a toda máquina, los músculos permanecen relajados. Si nos despertamos o nos despiertan durante una etapa REM, sabemos lo que estamos soñando y lo describimos con toda facilidad. Más del 80% de todos los sueños, y desde luego los más vividos y complicados, tienen lugar durante estas etapas REM.
En 1928 el alemán Hans Berger registró la actividad eléctrica del cerebro mediante un encefalograma. Para registrar los potenciales de acción de las neurona hacía falta un sistema más rápido: el osciloscopio, inventado por Edgar Adrian y Brian Mathews en 1933. En los años 1930s y 1940s, Nathaniel Kleitman (1895-1999), profesor de Fisiología en la Universidad de Chicago, hizo mediciones del cambio de ciertas magnitudes fisiológicas (como la temperatura o el ritmo cardiaco) durante las horas de dormida y de vigilia. En 1951-53 se descubrieron las fases del sueño REM en el laboratorio de Kleitman por su estudiante Eugene Aserinsky. Entre 1953 y 1955 Aserinsky y Kleitman publicaron los resultados de la observación del movimiento rápido de ojos (REM) en niños. Otro estudiante, William Dement, continuó la investigación en adultos. En 1957 Dement y Kleitman publicaron los resultados.
El descubrimiento de que todos los mamíferos sueñan y de la distinción entre las etapas REM y no-REM del dormir ha abierto la puerta al mundo de los sueños. Hay un modo infalible y sólo uno de averiguar lo que sueña un sujeto: despertarlo durante la etapa REM de su dormida. Si el conocimiento de los sueños tuviera un valor en la terapia, como pensaba Freud, los psicoanalistas deberán adoptar este procedimiento; pero no lo han hecho. El ritual del sofá, de la libre asociación y del presunto recuerdo no conduce al conocimiento de los sueños, sino a su invención. Los psicoanalistas interesados en conocer los sueños de sus pacientes deberían observarlos mientras duermen por la noche, como hacen los médicos de las unidades de sueño de los hospitales, a fin de despertarlos tras detectar rápidos movimiento de sus pupilas bajo los párpados. Si lo hicieran, obtendrían versionas fidedignas y completas de los sueños, cosa de la que ahora carecen.

6. Conductismo.
Si Descartes había concebido el humán como al unión implausible de un fantasma con una máquina, los conductistas rechazaron el fantasma, pero aceptaron la metáfora de la máquina. La máquina conductista sería incapaz de actuar espontáneamente o desde dentro, pero podría reaccionar a los estímulos externos.
John Watson rechazó la psicología estructuralista anterior, basada en la introspección, por razones metodológicas. Un principio fundamental de la metodología de la ciencia empírica consiste en que las observaciones y mediciones de un científico deben poder ser verificadas y repetidas por los demás. Pero los datos de la introspección son completamente inverificables por lo demás. Por tanto, ninguna psicología científica podría basarse en ellos. Watson proponía sustituir como objeto de la psicología los inobservables contenidos de la conciencia por la conducta externa, observable y medible por todos. Este programa recibió por ello el nombre de conductismo. Fue presentado por Watson en 1913 en un a artículo titulado «Psychology as the behaviorist views it». Watson trataba de establecer una ciencia natural de la conducta, que explicase el comportamiento observado del sujeto en función de su aprendizaje previo, es decir, como efecto de las recompensas y castigos que el sujeto hubiera recibido del entorno. Estas correlaciones no necesitarían tener en cuenta ningún tipo de factor interno, ni mental ni genético ni neurológico, sino que se basaría en la mera observación de las pautas según las cuales cierto tipo de estímulos provocan cierto tipo de respuestas.
Ivan Pavlov (1849-1936) ya había estudiado los reflejos condicionados, basados en el condicionamiento clásico. Salivar al oír una campana es un reflejo condiciona-do que tiene lugar en el perro previamente sometido al proceso de acondicionamiento. Este tipo de respuesta condicionada, que correlaciona directamente los estímulos con las respuestas, era el ejemplo paradigmático de método psicológico propugnado por Watson. Lo que Pavlov había establecido con perros, Watson lo comprobó con seres humanos, como el famoso bebé Little Albert. Edward Thorndike (1874-1949) enfatizó el aprendizaje por ensayo y error. Burrhus Skinner (1904-1990) continuó la labor de Pavlov y Watson y estudió otros tipos de condicionamiento, como el condicionamiento operante. El condicionamiento operante es un sistema de retroalimentación (feedback): si un premio o refuerzo sigue a cierta respuesta a un estímulo, esa respuesta se hace más probable en el fututo. Skinner introdujo la famosa caja de Skinner, que aísla a una rata o una paloma y la premia con comida o la castiga con una ligera descarga eléctrica, según su conducta, a fin de obtener diferentes tipos de aprendizaje. La caja de Skinner permite un control perfecto de los parámetros que intervienen en el experimento, asegura su repetibilidad y nos encamina hacia la meta de la psicología conductista: la predicción y el control de la conducta.
Desde su cátedra en la universidad de Harvard, Skinner ejerció una inmensa influencia en la psicología de mediados del siglo XX. Entre 1925 y 1960 el conductismo fue la forma predominante de psicología en el mundo académico. Su influencia fue decisiva en filósofos como Ludwig Wittgenstein (1889-1951), Gilbert Ryle e incluso Willard Quine (1908-2000). Las ideas conductistas acerca del control de la conducta inspiraron pesadillas literarias como Brave New World (Un mundo feliz) de Aldous Huxley, o 1984, de George Orwell, así como utopías al estilo de Walden Two, del mismo Skinner. Sin embargo, pronto etólogos como Honrad Lorenz (1903-1989) dejaron atrás los laboratorios para salir al campo abierto a observar la conducta de los animales en libertad y en su medio natural. Estos etólogos enfatizaron desde el primer momento el papel de los instintos congénitos y las pautas de conducta heredadas, incompatibles con la metodología de Skinner. Las ideas conductistas sobre el lenguaje tampoco lograban convencer a los lingüistas. En 1957 Skinner hizo un último intento con su libro Verbal Behavior (Conducta Verbal), sometido poco después a crítica devastadora por Noam Chomsky.
Desde un punto de vista epistemológico, conviene distinguir entre teoría y explicaciones de caja negra, que se limitan a correlacionar diversos tipos de parámetros externo o fenomenológicos, y teorías y explicaciones de caja traslúcida, basadas en los mecanismos subyacentes que producen los fenómenos. En las explicaciones de caja negra, típicas de los estadios iniciales de la ciencia, se supone que los mecanismo subyacentes son inaccesibles o desconocidos, y simplemente tratamos de establecer correlaciones funcionales entre entradas y salidas, inputs y outputs, estímulos y respuestas. En los estadios más avanzados, tratamos de llegar al fondo del asunto, desentrañando los mecanismos subyacentes. Es lo que ha ocurrido con el paso de la termodinámica fenomenológica, que considera como primitivas magnitudes tales como la temperatura o la presión, a la mecánica estadística, que nos proporciona una explicación más profunda, identificando la temperatura, por ejemplo, con la energía cinética media de las moléculas que componen el gas de que se trate. Algo similar ha pasado con el tránsito de la genética mendeliana a la genética molecular, o de la patología meramente sintomática de las enfermedades infecciosas a su comprensión como explosiones demográficas de microbios patógenos dentro de nuestro organismo. También podemos contraponer el conocimiento que nos transmite el manual de instrucciones para conducir un automóvil, que correlaciona estímulos como apretar el acelerador con respuestas como la aceleración del coche, con el conocimiento de la mecánica del motor de combustión interna y de la transmisión del vehículo. El conductismo proponía desarrollar la psicología como una teoría de caja negra de la conducta humana observable. De hecho, eso es todo lo que podemos hacer en muchos casos. Sin embargo, una psicología más ambiciosa trataría de desarrollar explicaciones de caja traslúcida, basadas en los mecanismos neurales subyacentes.
La psicología conductista pretendía aplicar un método estrechamente positivista al estudio de la conducta, prohibiendo toda teorización que fuera más allá de la mera descripción y sistematización de los datos externos observados. Aunque desarrolló modelos interesantes de ciertos tipos de aprendizaje, fue incapaz de integrarlos con los factores neurales que los posibilitan. El estímulo no determina por sí mismo la respuesta, con independencia del cerebro, del estado hormonal y de la activación de ciertos genes. Es el cerebro el que establece las relaciones de condicionamiento y refuerzo. Además, el cerebro también tiene su propia actividad espontánea, que hay que tener en cuenta. De hecho, los genes, el cerebro, las hormonas y los estímulos externos interaccionan constantemente entre sí en la producción de la conducta observada. Su presunta explicación en función exclusiva de los estímulos externos difícilmente puede llegar muy lejos. Esa metodología había hecho imposible la física moderna, por ejemplo, aunque afortunadamente allí nadie trató de introducirla. Darwin sabía que gran parte de la conducta se explica en función de la emociones que sentimos, y en esto no veía diferencia esencial alguna entre los humanes y los otros animales. Durante la primera mitad del siglo XX, sin embargo, se aceptaba que nosotros, los humanes, tuviésemos emociones, aunque estas fuesen inobservables, pero no se aceptaba que las tuviesen los otros animales, en los que eran igualmente inobservables.
El conductismo no implica el mito de la tabla rasa, el mito de que venimos al mundo como una hoja en blanco y que todo lo que somos y hacemos, nuestro carácter y nuestra conducta, dependen sólo del aprendizaje, de la educación y de la influencia del medio ambiente. Sin embargo, este mito, científicamente insostenible, pasó a formar parte el folklore de muchos pedagogos norteamericanos influidos por el conductismo y ha seguido coleando en ausencia de cualquier apoyo empírico. De todos modos, hay que reconocer que el ascetismo metodológico conductista tuvo un efecto saludable en la psicología, elevando los nieves de rigor en una disciplina anteriormente dominada por la palabrería incontrolable. Incluso un detractor implacable del conductismo, como Mario Bunge, ha reconocido que «deberíamos estar agradecidos a los conductistas por haber introducido un código estricto de actuación científica en la psicología»

7. Psicología cognitiva.
En la segunda mitad del siglo XX un número creciente de psicólogos fue abandonando el paradigma conductista. No parecía que los procesos de condicionamiento pudieran dar cuenta cabal de actividades tales como hablar, resolver problemas o tomar decisiones. Por otro lado, etólogos y neurólogos seguían avanzando en sus investigaciones. Además, el desarrollo espectacular de la tecnología de la computación y la popularización de las computadoras empezó a ejercer una fascinación comparable a la que había suscitado en el siglo XIX la máquina de vapor. La computadora parecía sugerir un nuevo modelo para la comprensión de la mente humana. La cibernética y la inteligencia artificial fueron los dos primeros desarrollos en esta dirección.
La inteligencia artificial es el intento de diseñar máquina o programas capaces de realizar tareas que en los seres humanos requieren inteligencia. Su precursor inmediato fue Alan Turing (1912-1954), que en 1950 planteó la pregunta de si puede pensar una máquina y propuso un criterio preciso para responderla, conocido como el test de Turing. Supongamos que estamos frente a un terminal con pantalla y teclado que nos permite comunicarnos por escrito con dos «interlocutores» que no vemos, de los cuales uno es un ser humano y el oro es una máquina. Podemos hacer las preguntas que queramos y leer las respuestas de ambos. Si, a pesar de todo, somos incapaces de distinguir al interlocutor maquinal del humano, podemos decir que la máquina es capaz de pensar.
La expresión «inteligencia artificial» fue acuñada en 1956 en la convicción de que había que extender la noción de inteligencia del dominio humano o animal al de los sistemas artificiales capaces de resolver problemas, como las computadoras. Ese mismo año, la inteligencia artificial (o AI, según sus iniciales inglesas) se constituyó como disciplina académica en un seminario de verano organizado en Dartmouth por los matemáticos Marvin Minski y John McCarthy, al que asistieron también el economista Herbert Simon (1916-2001) y el físico Allen Newell (1927-1992), ente otros. Todos ellos estaban interesados en inventar máquinas que razonasen inteligentemente. Ellos y sus continuadores han desarrollado máquinas o programas que realizan tareas computables, como decidir la validez de una fórmula proposicional o probar automáticamente teoremas de una teoría formal. También han tratado de diseñar sistemas capaces de aprender por ensayo y error, o de corregir sus propias hipótesis en función de la nueva información disponible, o de manejar nociones difusas o imprecisas. Otra tarea típica de la inteligencia artificial es el desarrollo de sistemas expertos, que incorporen el saber profesional de un médico, por ejemplo, y permitan diagnosticar las enfermedades y recetar los tratamientos de un modo automático.
La fascinación por la computadora condujo también al paradigma del que forman parte la psicología cognitiva, la ciencia cognitiva y el conexionismo. Este paradigma se basa en la comparación metafórica del cerebro con una computadora digital y de las actividades mentales con las computaciones. La ciencia cognitiva supone que la mente tiene representaciones mentales análogas a las estructuras de datos de la computadora y procedimientos mentales similares a los algoritmos computacionales. Los teóricos cognitivos hablan de la mente en términos de representaciones mentales como conceptos, proposiciones, reglas lógicas, imágenes y analogías, y de procedimientos mentales como deducciones, búsquedas y recuperaciones. Jerry Fodor incluso postula la existencia de un «lenguaje del pensamiento», un lenguaje de programación del propio cerebro, al que llama mentalés. Las computadoras usuales son seriales, pero se supone que nuestro cerebro es como una computadora que trabaja en paralelo, procesando muchas unidades de información a la vez. Además, la información almacenada en el cerebro parece depender de las conexiones previamente establecidas entre las neuronas. Por tanto, si comparamos el cerebro con una computadora, tiene que ser con una provista de una arquitectura peculiar, inspirada en cómo funciona el cerebro (o en cómo pensamos que funciona). Los conexionistas proponen estructuras de datos inspiradas en las conexiones neurales y algoritmos inspirados en la propagación de la activación de las neuronas. Construyen modelos del pensamiento usando redes neurales artificiales. El programa conexionista consiste en definir la actividades mentales como computaciones efectuadas en ciertos patrones de conectividad entre neuronas reales o virtuales.
Aunque este programa ha aportado hipótesis muy interesantes respecto al posible funcionamiento de la memoria, el lenguaje y otras actividades mentales, también tropieza con graves dificultades epistemológicas.
¿Cómo comparar la transparencia de la computadora, un sistema que entendemos perfectamente (pues la hemos diseñado nosotros), con el cerebro, que es el sistema del Universo que peor entendemos a nivel fundamental? ¿Cómo estar seguros de que nuestro cerebro no funciona de un modo completamente distinto? No hay que dejarse llevar por la modelización metafórica de los organismos como artefactos. El avión no es un buen modelo del vuelo de las aves. Los primeros intentos artificiales de volar, basados en imitar al vuelo de las aves, fallaron. El avión vuela de una manera muy distinta a como vuelan los pájaros. Las aves vuelan aleteando, levantando y bajando las alas flexibles con sus potentes músculos pectorales. George Cayley fue el primero en comprender los rudimentos de la aerodinámica. Concluyó que el aleteo era inútil para el vuelo artificial, en el que se necesitaban alas rígidas. Un avión a reacción un pájaro vuelan ambos, pero vuelan de modos diferentes, tienes alas distintas y obtienen la potencia que aplican a la resistencia del aire de fuentes heterogéneas. El coche no es un buen modelo del andar ni del digerir. Nosotros andamos y digerimos de otra manera que los coches. No hay ninguna garantía de que nosotros pensemos como las computadoras. Está bien usar las metáforas como trampolines heurísticos para sugerir teorías de caja negra de lo que ocurre en nuestra cabeza. Pero no hay que perder de vista que nuestra meta a largo plazo debería ser el sustituir estas teorías provisionales de caja negra por teorías más profundas de caja traslúcida, basadas en el conocimiento directo de los mecanismos cerebrales subyacentes a los fenómenos psicológicos.

8. La neurona.
Las inacabables discusiones en la filosofía de la mente reflejan lo mal que conocemos el cerebro. Las funciones mentales son (algunas de) las funciones del cerebro. Así como sería absurdo tratar de entender la digestión con independencia del aparato digestivo, tampoco podemos esperar comprender el funcionamiento de nuestra mente mientras no conozcamos mejor el cerebro. Desde luego, nuestra ignorancia sobre el cerebro no nos impide pensar, ni quiera pensar bien, así como tampoco la ignorancia secular acerca del sistema digestivo impedía hacer la digestión, y ni siquiera hacerla bien. Entender mejor el funcionamiento de nuestro cerebro es una asignatura pendiente en el camino hacia la comprensión de la naturaleza humana. El primer paso para entender el cerebro es conocer bien las neuronas, las células de las que está hecho.
Schawann fue el primero en señalar que todos los animales y plantas estamos hechos de células. Esta «teoría celular» fue pronto aplicada también a las neuronas del cerebro y la médula espinal, aunque al principio hubo mucha confusión acerca de las fibras nerviosas. El anatomista Wilhelm von Waldeyer (1836-1921) conjeturó que las fibras nerviosas son extensiones largas y delicadas de las células nerviosas y forman parte de ellas. Todo el sistema nervioso estaría compuesto de células nerviosas individuales y discretas, a la que Waldeyer dio el nombre de neuronas (del griego neuron, nervio). También fue Waldeyer quien inventó la palabra cromosoma. Camilo Golgi (1844-1926) preparó unos tintes de sales de plata que coloreaban algunas neuronas en su integridad, pero no teñían las otras, de tal modo que cada neurona así coloreada se destacaba netamente sobre el fondo y podía ser observada al microscopio con todo detalle. Golgi descubrió con su método el aparato que lleva su nombre, un orgánulo del citoplasma de la célula eucariota cuya función aún desconocemos. Perfeccionando y usando los tintes del Golgi, Santiago Ramón y Cajal (1852-1934) refutó la opinión común de que el sistema nervioso era una red continua y probó la corrección de la hipótesis de von Waldeyer, es decir, probó de un modo concluyente que el cerebro está compuesto de células nerviosas individuales y discretas, separadas por resquicios o sinapsis. Cajas concibió el cerebro correcta-mente como una colonia de neuronas individuales. Desde entonces, el conocimiento de la neurona ha progresado espectacularmente, sobre todo en lo referente al modo electroquímico como la neurona individual funciona y trasmite sus señales.
La neurona consta del cuerpo celular y filamentos. El cuerpo cellar es semejante al de las demás células, una bolsa de membrana celular que contiene en su interior el núcleo y el citoplasma. El núcleo, rodeado de su membrana nuclear, guarda los cromosomas, es decir, el DNA propio de la neurona. El citoplasma contiene los orgánulos habituales de la célula eucariota, como las mitocondrias y los ribosomas, todo ello encerrado en una membrana celular de la que salen largas protuberancias filamentosas o filamentos. Los filamentos de las neuronas, sobre todo los axones, pueden alcanzar enormes longitudes, de hasta un metro en los humanes, de hasta diez metros en las ballenas.
La neurona es un sistema receptor-transmisor. Su función principal consiste en recibir y emitir señales. La parte receptora de la neurona está constituida por una maraña arboriforme de filamentos llamados dendritas (del griego dendros, árbos). La parte emisora está formada por un largo filamento, el axón, que al final se ramifica más o menos. El axón está generalmente envuelto y protegido en una funda de mielina, que lo aísla eléctricamente y que incrementa la velocidad de transmisión de la señal hasta 50 veces. La neurona es como un relé orientado en la dirección dendritas-axón. Si una o varias dendritas son disturbadas o excitadas, la neurona dispara o lanza un impulso nervioso por el axón. El impulso puede dispararse repetidamente, con distintas frecuencias, que pueden llegar a los 1000 Hertz (mil veces por segundo). La neurona es también una unidad integradora de información: los miles de estímulos recibidos por sus múltiples dendritas se integran en ella para producir (o no) una respuesta o disparo del potencial de acción en función de esos estímulos, sus umbrales y su historial de activación previa.
La naturaleza y el mecanismo de la transmisión nerviosa, ya intuidos por Caja, han sido dilucidados con éxito creciente a lo largo del siglo XX, desde que el neurólogo Edgar Adrian (1889-1977) descubrió el carácter eléctrico de la transmisión nerviosa por el axón. El impulso nervioso es un proceso electroquímico gobernado por la membrana de la neurona, que contiene unas proteínas llamadas canales iónicos que se comportan como poros o puertas que dejan pasar selectivamente a unos iones si y a otros no, según en qué dirección. Los iones positivos de potasio y de sodio, y los negativos de cloro y otros, casi se equilibran dentro y fuera de la célula, pero los canales que permiten la salida de los iones positivos de potasio suelen estar abiertos, con lo que, al perder la célula cargas positivas, se establece una diferencia de potencial entre el interior negativo y el exterior positivo de la membrana, correspondiente a un voltaje en reposo de unos -70 mV. Las neuronas (y otras células, como las musculares y endocrinas) pueden excitarse como consecuencia de un estímulo, en cuyo caso se abren los canales que permiten a los iones positivos de sodio del exterior atravesar la membrana hacia dentro, con lo que la célula se despolariza en un segmento de la membrana, pasando su interior de negativo a positivo (y a la inversa el exterior). Si la despolarización traspasa cierto umbral, la neurona «dispara» un potencial de acción, es decir, una oscilación en la polaridad del voltaje (de negativo a positivo y de nuevo a negativo), que se propaga a lo largo del axón como una onda. El punto despolarizado (con un incremento de iones positivos) va avanzando a través de toda la extensión del axón. Generando secuencias de potenciales de acción, las neuronas trasmiten información. Este viaje del potencial eléctrico de acción a lo largo del axón constituye el impulso nervioso. Al llegar ese impulso a las terminaciones o zonas presinápticas del axón, ciertas vesículas llenas de moléculas llamadas neurotransmisores se abren hacia el exterior y secretan los neurotransmisores al estrecho espacio de la sinapsis. Estos neurotransmisores, a su vez, pueden encajar como una llave en los receptores de la neurona postsináptica adyacente, lo que provoca la apertura de ciertos canales iónicos y la consiguiente despolarización de la neurona receptora y el inicio de un nuevo impulso nerviosos que al final puede inducir la reacción pertinente: la contracción de una célula muscular, la secreción de una célula glandular o la excitación o inhibición de otra neurona.

9. Neurotransmisores y psicofármacos.
El impulso nervioso es de naturaleza electroquímica: eléctrica, por movimiento del potencial de acción a lo largo del axón de la neurona, y química, entre neurona y neurona, a través de la sinapsis que las separa. Las terminaciones presinápticas de los axones producen en sus vesículas una gran diversidad de neurotransmisores, que transmiten químicamente la información entre neuronas. Cuando son activadas (despolarizadas), las neuronas secretan en la sinapsis algunos de los neurotransmisores. Estos pueden acoplarse a algún receptor específico de la neurona postsináptica y, tras producir su efecto, suelen ser reabsorbidos por la neurona que los excretó. En 1921., Otto Loewi (1873-1961) descubrió el primer neurotransmisor, la acetilcolina. Hoy en día se conoce ya la estructura y función de un gran número de neurotransmisores, como la mencionada acetilcolina, la dopamina, la serotonina, la adrenalina, la noradrenalina, el glutamato y la glicina, aunque quedan todavía muchos otros por descubrir. Recientemente se está investigando la actividad de los neuromoduladores, moléculas que contribuyen a la regulación sináptica de los neurotransmisores. Muchas de estas moléculas son secretadas por la neurona presináptica, pero no son neurotransmisores y no son reabsorbidas por la neurona, sino que permanecen en el fluido corticoespinal, modulando el funcionamiento del cerebro y potenciando o inhibiendo la transmisión nerviosa y la actividad de otras neuronas. Además, a través del hipotálamo y la glándula pituitaria, el cerebro produce neurohormonas como la vasopresina o la oxitocina, que actúan como neurotransmisores dentro del cerebro y como hormonas en el resto del cuerpo. La oxitocina interviene en el enamoramiento, pero también en las contracciones uterinas durante el parto.
Otras moléculas de acción psíquica relevante son las endorfinas. El descubrimiento de neuroreceptores específicos para la morfina, una sustancia exógena, llevó a inferir que tenía que haber una sustancia endógena parecida a la morfina, la cual fue detectada en 1975. Hay unas veinte endorfinas elaboras y secretadas por diversas neuronas del hipotálamo, de la glándula pituitaria y de otras partes del cerebro y la médula espinal. Encajando en su receptores postsinápticos, bloquean el dolor y reducen el estrés, induciendo una sensación de bienestar. Las endorfinas son polipéptidos (cadenas de aminoácidos, como las proteínas, pero más cortas). Los polipéptidos neuroactivos como la beta-endorfina o la sustancia P, desempeñan un papel crucial en los proceso mentales relacionas con el dolor y la adicción. Drogas opiáceas como la morfina y la heroína tiene una parte de su estructura tridimensional coincidente con las endorfinas naturales, por lo que encajan en sus receptores, produciendo el mismo efecto y generando adicción. Nuestro cerebro está congénita-mente preparado para reaccionar a los productos de su propia farmacopea interna, y de paso a cualesquiera drogas externas que la imitan. La posibilidad de caer en la trampa de la adicción forma también parte de la naturaleza humana, así como la posibilidad de ser influidos en nuestro estado de ánimo por fármacos industriales que se interfieran en la circulación de nuestros neurotransmisores.
En su famosa novela de 1932, Brave New World (Un mundo feliz), Aldous Huxley (1894-1963) imaginaba la utopía paradójica de un mundo carente de espontaneidad y creatividad, en el que, sin embargo, todos serían felices por el consumo generalizado de la droga «soma», un psicofármaco producido por el Estado para proporcionar a los ciudadanos una satisfacción bobalicona. En su libro Our Posthuman Future (2000), Francis Fukuyama teme que esa utopía se haga realidad en neutro tiempo merced al desarrollo de los psicofármacos como Prozac (un antidepresivo) y Ritali (metilfenidato, un estimulante). Según Fukuyama, todo el progreso humano se debe al esfuerzo de la gente por lograr el reconocimiento ajeno y la propia autoestima. Eso es lo que nos mueve a crear y a esforzarnos en conseguir nuestras metas (aprobar el examen a agradar a la pareja a ganar el Premio Nobel). El estatus hay que ganárselo. Todo esto puede venirse abajo con los psicofármacos que nos hacen sentirnos bien y aumentan nuestra autoestima sin necesidad de crear ni producir nada. En efecto, la búsqueda del estatus mediante el esfuerzo está ligada a los niveles de serotonina en el cerebro (al menos según Fukuyama, aunque la dependencia directa que él supone es un tanto dudosa). Pero más fácil que emprender esforzadas tareas es tomar un psicofármaco como Prozac, que incrementa directamente el nivel de serotonina. Los fármacos como Prozac inquietan a Fukuyama, pues le recuerdan el soma de Huxley. De ahí a hablar de un mundo posthumano y sin naturaleza humana sólo hay un paso. De todos modos, tampoco hay que exagerar. Aunque sustancias químicas adecuadas puedan cambiar considerablemente los estados de ánimo y la conducta, como muestra el simple y tradicional caso de la borrachera, y aunque los «paraísos artificiales» nos distraigan de la vida real, difícilmente puede hablarse de un cambio de naturaleza. Los borrachos y los sobrios siguen pudiendo entrecruzarse y producir descendencia fértil, como algunas comprueban al quedar embarazadas después de una noche de farra.

P.D: El texto completo está en Internet, sin embargo solo empiezo desde el punto 3 por ser más relevante para el debate actual.

Extraído de THÉMATA. REVISTA DE FILOSOFÍA. Núm. 39, 2007.


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