Érase una vez que las categorías de “clase” y “conflicto de clase” fueron las herramientas conceptuales para descifrar y entender la dinámica política esencial del mundo moderno. Sin embargo, eso ya no sucede más. Tan sólo hay que pensar un momento en los “acontecimientos cosmopolíticos” que cambiaron al mundo en los últimos 25 años: la caída del Muro de Berlín, el 11 de septiembre, la crisis financiera, el cambio climático o los dos procesos actualmente en curso: la catástrofe nuclear en Japón y las revueltas contra los regímenes autoritarios en los países árabes. Todos ellos tienen dos características en común: primera, fueron completamente sorpresivos, lo que significa que están más allá de la imaginación y las categorías sociológicas; y segunda, en su totalidad son transnacionales o globales en sus alcances e implicaciones.
Ante ello se puede decir que la mainstream sociológica fluye todavía por encima de las tierras bajas de las transformaciones de la época, con una actitud de superioridad universalista y de certeza instintiva. La teoría social universalista, ya sea estructuralista, interaccionista, marxista, crítica o próxima a la teoría de sistemas está desactualizada y ha caído en el provincianismo. Está desactualizada porque excluye a priori lo que se puede observar empíricamente: una transformación fundamental de la sociedad y la política durante la modernidad; y ha incurrido en el provincianismo porque erróneamente absolutiza la trayectoria, la experiencia histórica y las expectativas futuras de la modernización occidental, predominantemente europea o norteamericana, y por lo tanto falla también en apreciar sus peculiaridades.
Mi tesis es que la categoría de clase es demasiado débil para captar el cambio cosmopolita que vivimos en los albores del siglo XXI. Las ciencias sociales, y especialmente la sociología, necesitan un giro cosmopolita en la teoría y la investigación; un cambio de paradigma desde el “nacionalismo metodológico” hasta el “cosmopolitismo metodológico”. No estamos en una era de cosmopolitismo sino en un periodo de cosmopolitización. Se está produciendo un vivo debate crítico acerca de esta tesis, incluyendo, por ejemplo, las contribuciones de Craig Calhoun y Paul Gilroy, en un número especial del British Journal of Sociology, en torno a “Las variedades de las segundas modernidades: las perspectivas extra-europea y europea” (Calhoun, 2010 y Gilroy, 2010), o la de Raewyn Connell en su Diálogo global (2010). Esta última autora se identifica a sí misma como una “socióloga austral” (Southern sociologist) y pregunta en forma retórica: “¿…no podemos escuchar la narrativa septentrional sobre estos conceptos?”
Permítanme, en consecuencia, comenzar con una lista de lo que no se debe entender por cosmopolitización. Ésta no refleja, como lo sugiere Raewyn Connell, “la experiencia de una minoría privilegiada, que ha de ser tratada como la nueva realidad del mundo”. No es tampoco una perspectiva desde cierto lugar claramente específico, a saber, la Ilustración europea. Tampoco intenta transmitir el mensaje superficial de que “todos estamos conectados”, ni persigue hacer normales al imperialismo y a las relaciones globales de poder vigentes.
¿Qué es lo que la noción de “cosmopolitización” busca decir?; ¿por qué es tan importante distinguirla nítidamente de los muchos cosmopolitismos de la filosofía europea y de los discursos del pensamiento extra-europeo (Kant, Hegel, Habermas, Nussbaum, Appiah, Benhabib, Held, etcétera)? La cosmopolitización no es algo que hable de ética sino de hechos. No es sobre filosofía, ni sobre sociología. Nada hay tan ilustrativo al respecto como algunos ejemplos significativos; los casos de: 1). Los “riñones frescos”; 2). Las “familias globales”; y 3). La “competencia entre poblaciones nacionales de trabajadores”.
Los riñones frescos
El éxito de los transplantes médicos (¡que no su crisis!) ha barrido con sus propios fundamentos éticos y abierto las compuertas de una oculta y sombría economía que abastece al mercado mundial de órganos “frescos” (Scheper-Hughes, 2005). En este mundo radicalmente desigual, obviamente no escasean los individuos desesperados que por una miseria buscan vender un riñón, una porción de su hígado, un pulmón, un ojo, o incluso un testículo. El destino de angustiados pacientes ricos que aguardan por algún órgano se ha engarzado terriblemente con el de personas pobres desesperadas, y cada grupo batalla por encontrar una solución a sus problemas básicos de supervivencia. Esto es lo que significa la impura y actualmente existente cosmopolitización de las privaciones: los excluidos del mundo, los desposeídos económica y políticamente –refugiados, vagabundos, niños de la calle, trabajadores indocumentados, prisioneros, prostitutas mayores, contrabandistas de drogas y vulgares ladrones–, son atraídos a vender sus órganos y, de esta manera, convertirse en física, moral y económicamente “el cuerpo” de otros mortales incluso gordos, personas lo suficientemente adineradas como para comprar e “incorporar” a sí mismas los órganos de sus globalizados semejantes pobres.
En los cuerpos quirúrgicamente intervenidos de la cosmopolitización logran fusionarse continentes, razas, clases, naciones y religiones. Riñones musulmanes purifican sangre cristiana. Racistas blancos respiran con ayuda de uno o más pulmones negros. La rubia empresaria mira altiva el mundo con el ojo de un ladronzuelo de las calles de África. Un obispo protestante sobrevive gracias al hígado extraído de la prostituta de una fa-vela brasileña. Por lo tanto, como lo muestra este caso, la cosmopolitización:
Es un efecto colateral del capitalismo global.
Incluye, e incluso conforma, relaciones globales de poder e inequidades globales.
Incluye literalmente a los órganos del “otro” excluido, incorporándolos en cuerpos de personas occidentales ricas.
Este es un fenómeno estructural que apela a una idea de “cosmopolitización” como “encuentro” o “entrampamiento” (enmeshment) con el “otro” excluido, más que a simplemente ser dependiente de algo que está ubicado en la periferia. En este caso estamos hablando de una versión de la cosmopolitización sin diálogo, sin interacción y quizás, incluso, sin una reflexión de las personas involucradas.
Al final de este proceso emerge un biopolítico “ciudadano del mundo” que es un cuerpo masculino blanco, delgado o gordo, que ahora tiene un riñón de alguna persona de la India o el ojo de algún musulmán. En general, la circulación de riñones útiles sigue las rutas establecidas por el capital desde el Sur hasta el Norte; desde cuerpos pobres a otros más solventes; desde cuerpos negros o morenos hasta otros blancos; y desde mujeres a hombres o de hombres pobres a hombres acomodados. Las mujeres rara vez son las beneficiarias de la compra de órganos en todo el mundo. De ello se sigue que la era de la cosmopolitización está dividida y recombinada entre naciones que venden órganos y naciones que los compran.
La era de la cosmopolitización representa un mundo que compartimos todos para bien o para mal; un mundo que no tiene más un “afuera”, una “salida” u otra “opción”. Tenemos que reconocer que, independientemente de la forma tan brillante o mordaz en que critiquemos la “narrativa del Norte”, o ignoremos la “narrativa del Sur”, estamos destinados a vivir en estas situaciones y entrampamientos y en los contradictorios marcos de un mundo en riesgo (Beck, 2009), no únicamente sujetos a este poder de dominación sino contaminados por el daño de la corrupción, el sufrimiento y la explotación. Abandonemos todos los sueños de autonomía que le permitían pensar a cualquiera que es capaz de permanecer afuera. También abandonemos los cortes nítidos de “racismo geográfico” entre las “voces del Sur” y las “del Norte” en las ciencias sociales.
¿Es ésta una “narrativa del Norte o septentrional”?; ¿es una “narrativa austral”? En realidad es ambas cosas. Y lo que persigue el “cosmopolitismo metodológico” es hallar las formas de combinar sistemáticamente estas perspectivas contradictorias en el plano del análisis sociológico.
¿Son los “riñones frescos” la excepción? No, porque simbolizan la condición humana, el encuentro con el “otro” excluido en los albores del tercer milenio. Los procesos de cosmopolitización afectan fundamentalmente y transforman las instituciones intermedias del mundo, como la familia, el hogar (con sus redes globales de apoyo), las clases, las condiciones de trabajo y el mercado laboral, las escuelas, las universidades, las aldeas, las ciudades, las ciencias, los movimientos de la sociedad civil o las religiones monoteístas, todo ello en un universo mundial policéntrico y crecientemente en situación de diáspora, con respecto a una población instalada en los límites de unidades estatales o cuasiestatales y en cuanto procesos que también incluyen fenómenos de cambio climático y riesgos financieros globales. Entremos un poco más en detalle.
Las familias globales
Las “familias globales” cosmopolitizadas, por ejemplo, encarnan al mismo tiempo la aparente paradoja de la intimidad a larga distancia y las contradicciones del mundo; y esas contradicciones son procesadas al interior de ellas. No todas las familias asumen las contradicciones completas, pero algunas varias de ellas sí. Existen matrimonios, padres y parejas con doble nacionalidad y pueden incorporar las tensiones de dos países o de comunidades mayoritarias y minoritarias en esos mismos países, mientras que las familias de migrantes encarnan tensiones entre el centro y la periferia. Las familias globales y la intimidad a larga distancia se pueden evocar para repensar la sabiduría convencional e impulsar una potente narrativa novedosa del “amor a distancia”, con todas sus contradicciones. Esto refleja un estado de ignorancia que ha sido nacionalmente programado e incorporado a la ley. De ahí que el amor distante y las familias globales se hayan convertido en ámbitos en los que las heridas culturales –como la ira y el enojo que las inequidades globales de la historia imperial continúan generando en las almas de los que hoy viven– perduran y se soportan.
Tómense como ejemplo las redes globales de apoyo. Para las trabajadoras domésticas migrantes en todo el mundo, el amor significa en primer lugar tener que irse de donde viven. La maternidad ha superado las jerarquías de raza, clase y nación (Hochschild, 2000: 137). El trabajo que implican “las tres ces” –cuidar, cocinar y limpiar– es contratado en los ámbitos de la nación, el color y la etnicidad.
Cuando miramos a la familia desde la perspectiva del Estado-nación, por ejemplo, con respecto a los cambios en el derecho familiar en Occidente, encontramos que hoy está teniendo lugar un movimiento hacia una mayor equidad, pero la pintura se convierte en algo muy diferente cuando aparece la cosmopolitización, donde:
Opera un nuevo entrampamiento con el “otro” excluido, justo en el centro de las homogéneas, normales, nacionales y bien establecidas familias y sus hogares, tanto en Estados Unidos como en Europa, Israel, Corea del Sur o Canadá, por poner algunos ejemplos. Esta “fusión de horizontes” no es una condición de agencia externa sino de condiciones internas de los hogares, la cual se desarrolla a partir de la interrelación entre el “Yo” (Self), el “Otro” y el “Mundo”, tras la fachada de familias nacionales y uniculturales.
De este modo, los antagonismos del mundo se convierten en algo que se vive al interior de las familias, trascendiendo simultáneamente los muros de las que sólo son nacionales.
En ambos lados de la división global, entre naciones ricas y pobres, las familias se transforman profundamente. Mientras que de algún modo ellas se están aproximando, haciéndose mutuamente dependientes, al mismo tiempo se apartan mucho, moviéndose en direcciones opuestas. Las primeras ganan en recursos vitales, y las segundas los pierden. Se forman nuevas jerarquías, tanto al interior de las familias del viejo centro, como en el caso de las familias que se quedan sin madres en las naciones pobres.
La competencia entre poblaciones nacionales de trabajadores
El creciente poder del capital está impulsando una total transformación del mercado de trabajo y ello sucede al margen de votaciones públicas o de procesos de tomas de decisión democráticas, sin ninguna consulta y sin que los afectados que tendrían algo que decir en torno al proceso puedan hacerlo. El mercado de trabajo está siendo sacudido por cambios tectónicos–de Norte a Sur y de Oeste a Este– que amenazan la existencia de millones de trabajadores y sus familias. Los empleados de los países poderosos se han vuelto remplazables; pueden ser hechos a un lado y sustituidos por empleados de los países pobres y con bajos salarios.
En la era de la (primera) modernidad, cuando los Estados-nación aún eran fuertes y soberanos, las fronteras nacionales evitaban la competencia internacional entre las fuerzas de trabajo. Hoy día, por el contrario, en la fase de la segunda modernidad, un capitalismo especializado en la subcontratación (outsourcing) genera una creciente y virulenta competencia entre el trabajo local y el extranjero, enfrentando a los obreros de Corea con los de Japón o a los comerciantes polacos con los británicos. Aquí el entrampamiento existencial significa que el “otro” desconocido de un país distinto, o aun de una diferente región global, se convierta en el enemigo económico interno para los habitantes de los países poderosos, porque ese “otro” amenaza sus trabajos, sus ingresos y su prosperidad. El resultado es que la hostilidad contra los extranjeros se expande, alcanzando proporciones endémicas.
Este proceso coercitivo de cosmopolitización es estructural y pasa por encima de los afectados sin que ellos puedan decir nada, y sin la posibilidad de diálogo o interacción comunicativa. Las fronteras nacionales no presentan ningún obstáculo a esta cosmopolitización impuesta, que elude a los reclamos de poder y soberanía de los Estados-nación. Las consecuencias políticas son profundas. Mientras la competencia global entre los empleados se ha vuelto una realidad, el resentimiento contra el “otro” se ha incrementado en las naciones poderosas. La hostilidad hacia los extranjeros se está diseminando por doquier.
El hecho de que los mundos de vida ya no sean más a pequeña escala, aislados y provincianos, y de que ellos estén crecientemente atraídos hacia la agitación de los acontecimientos globales, sin duda alguna implica que los horizontes de las personas se hayan venido ensanchando, transformándolas en gente urbana y cosmopolita. La cosmopolitización de las condiciones de vida y de los mundos de vida no necesariamente engendra el cosmopolitismo como conciencia y mentalidad. En otras palabras, el shock mundial no siempre implica apertura al mundo.
Pero una cosa es segura: sin importar que los clásicos de la sociología hayan sido o no pioneros de un “cosmopolitismo metodológico”, hoy en día el “nacionalismo metodológico” enceguece tanto a la sociología del “Norte” como a la del “Sur”. Con respecto a los hechos históricos de la cosmopolitización y la categoría de “clase”, prisionera del Estado-nación, es demasiado limitada y débil como categoría para descifrar y entender la explosividad política de las inequidades transnacionales encarnadas en los cuerpos, las familias y las vidas laborales de las naciones a principios del siglo XXI.
¿Por qué?, porque la visión nacional de un único territorio, un pasaporte y una sola identidad es la versión secular de la Santísima Trinidad. La actitud nacional hacia la inequidad social se ha invertido. Ella se detiene en las fronteras de la nación-Estado. Las desigualdades globales pueden florecer y crecer, aunque siempre del otro lado de la barda del jardín nacional, y en el mejor de los casos es causa de indignación moral, pero también políticamente irrelevante.
Las fronteras nacionales trazan una aguda diferencia entre “nosotros” y “ellos” y entre lo políticamente relevante y la desigualdad irrelevante. El acento legalmente institucionalizado se coloca en las desigualdades dentro de las sociedades nacionales y, al mismo tiempo, las inequidades entre las sociedades nacionales llegan a desdibujarse. La “legitimación” de las desigualdades globales está basada en un “ver de otro modo” institucionalizado. Viviendo en Europa, por ejemplo, la mirada se “libera” de observar la miseria del mundo. Ello opera a través de una doble exclusión: que excluye lo excluido. Y la sociología de la desigualdad, que equipara la desigualdad con la de los Estados-nación, forma irreflexivamente parte de ello. En verdad es sorprendente la manera tan firme en que se “legitiman” las inequidades globales, sobre la base de un acuerdo tácito entre el gobierno de las naciones-Estado y la sociología del Estado-nación. ¡Una sociología que dice estar libre de valoraciones!
Raewyn Connell aduce que “el modo seguro de romper con los enfoques del pensamiento eurocéntrico es estudiar los enfoques no eurocéntricos”, pero no estoy de acuerdo con eso. En el mapa de las variopintas modernidades que conforman al mundo actual necesitamos definir, descubrir y combinar los encuadres postaustrales y postseptentrionales. La meta no es reafirmar las ilusiones de una objetiva “perspectiva divina” desde quién sabe dónde, sino hallar las respuestas prácticas para los problemas sociológicos cotidianos, ya sea que uno esté en Francia, Australia, Japón, México, India o Sudáfrica: ¿cómo investigar los encuentros con el “otro” en un mundo cosmopolitizado?
Ahora bien, ¿es esto todo lo que la teoría cosmopolita tiene que ofrecer?; ¿dónde quedan sus dientes críticos y su ambición?; ¿no es probable que una impura cosmopolitización alimente al statu quo poniéndose al servicio de una gubernamentalidad global?; ¿o tiene la teoría cosmopolita el poder y los recursos suficientes para sostener su inercia crítica?; ¿puede convertirse a sí misma en un conjunto de cosmopolitismos críticos autorreflexivos, así, en plural?
¡Sí, sí es posible! Sin duda alguna existe un horizonte normativo y una teoría social crítica incluida en la noción de “cosmopolitización reflexiva”. Por ello, permítanme terminar señalando algunas pistas.
No se trata de ir de arriba hacia abajo (como Kant y Habermas), sino de abajo hacia arriba; no se trata de una propuesta universalista, más bien de una postuniversalista; el asunto no es occidental, sino postoccidental; no es uno elitista y “puro”, sino uno cotidiano, coercitivo e “impuro”. Estoy de acuerdo con Gerard Delanty (2009): la cosmopolitización significa que el “Yo” (Self) o el “Nosotros” (We) no se definan simplemente con referencia al “otro”, como un “ellos” (They) que fuera externo al “yo”; más bien se define por la categoría abstracta del mundo como una forma de tercera cultura. La constitución del mundo cosmopolitizado en y a través de procesos globalmente filtrados de comunicación no puede verse sencillamente en términos del “yo” y el “otro”. Es posible hablar del mundo abierto en términos y en situación cosmopolitas, en donde el público global influya sobre la comunicación política en otras clases de discurso público creando como resultado nuevas visiones del orden social en las que la codificación del “yo” y el “otro” experimenten transformaciones.
En resumen, durante la era de la cosmopolitización el horizonte normativo no es más “la construcción de la nación”, sino aquélla “del mundo”.
Extraído de “Sociológica” vol. 27, num. 77, setiembre-diciembre 2012