jueves, 3 de marzo de 2016

Por un verdadero diálogo entre las «Dos Culturas» – Sokal y Bricmont

La época en que vivimos parece estar marcada por el signo de la interdisciplinariedad. Aunque algunos temen que la dilución de la especialización pueda acarrear un descenso de los niveles de rigor intelectual, no se pueden ignorar las aportaciones de conocimiento que cada campo puede hacer al otro. Lejos de intentar inhibir la interacción entre las ciencias físico-matemáticas y las ciencias humanas, nuestro objetivo es hacer hincapié en algunas condiciones previas indispensables para instaurar un auténtico diálogo.
Durante los últimos años se ha puesto de moda hablar de una «guerra de las ciencias». Pero esta expresión es bastante desafortunada. ¿Quién está haciendo la guerra y contra quién?
Desde hace mucho tiempo, la ciencia y la tecnología han suscitado debates políticos y filosóficos: sobre el armamento y la energía nucleares, el proyecto del genoma humano, la socio biología, entre otros muchos temas. Pero estos debates no constituyen en modo alguno una «guerra de las ciencias». De hecho, muchas y diversas posturas razonables han sido defendidas en dichos debates, tanto por científicos como por no científicos, mediante argumentos -científicos y éticos- que todas las personas interesadas, cualquiera que sea su profesión, pueden juzgar racionalmente.


Desgraciadamente, algunos acontecimientos recientes pueden hacer temer que estemos asistiendo a un proceso completamente distinto. Por ejemplo, los investigadores de ciencias sociales pueden sentirse amenazados, legítimamente, por la idea de que la neurofisiología y la sociobiología desplazarán sus disciplinas. Recíprocamente, los investigadores que trabajan en ciencias naturales se pueden sentir atacados cuando Feyerabend habla de la ciencia como de una «superstición p articular» o cuando determinadas corrientes de la sociología de la ciencia dan la impresión de poner la astronomía y la astrología en un mismo plano.
Para aliviar esos temores, hay que distinguir entre las pretensiones de los programas de investigación, que tienden a ser grandiosas, y las realizaciones efectivas, que son generalmente bastante modestas. Hoy en día, los fundamentos de la química se basan íntegramente en la mecánica cuántica, es decir, en la física; y, sin embargo, la química como disciplina autónoma no ha desaparecido (aun cuando algunas de sus ramas se han aproximado más a la física) . De igual modo, si llegase el día en que la base biológica de nuestro comportamiento se comprendiera lo suficiente como para fundamentar el estudio del ser humano, no habría razón para temer que las disciplinas actualmente llamadas «ciencias humanas» desaparecieran o se convirtieran en simples ramas de la biología. De modo semejante, los científicos no tienen nada que temer de una visión realista -histórica y sociológica- de la actividad científica, con tal de evitar un cierto número de confusiones epistemológicas.
Dejemos, pues, a un lado la «guerra de las ciencias» y veamos qué tipo de enseñanzas pueden extraerse de la lectura de los textos citados en este libro y referentes a las ciencias humanas y sus relaciones con las ciencias naturales.

1. Saber de qué se habla
Todo aquel que quiera hablar de las ciencias naturales -y nadie está obligado a hacerlo-, ha de estar bien informado sobre el tema y evitar hacer afirmaciones arbitrarias sobre las ciencias o su epistemología. Aunque esta advertencia pueda parecer obvia, los textos citados en este libro demuestran que se suele ignorar muy a menudo, incluso (o especialmente) por intelectuales reconocidos.
Es legítimo, por supuesto, reflexionar filosóficamente sobre el contenido de las ciencias naturales. Muchos de los conceptos utilizados por los científicos, como por ejemplo las nociones de ley, de explicación o de causalidad, encierran profundas ambigüedades, y una reflexión filosófica acerca de estas nociones puede ayudar a clarificar las ideas. Sin embargo, para tratar estas cuestiones con sentido, hay que conocer a fondo, a un cierto nivel técnico indispensable, las teorías científicas de que se trate; no será suficiente una comprensión vaga, a nivel divulgativo.

2. No todo lo oscuro es necesariamente profundo
Hay una enorme diferencia entre los discursos que son de difícil acceso por la propia naturaleza del tema tratado y aquellos en los que la oscuridad deliberada de la prosa oculta cuidadosamente la vacuidad o la banalidad. (Este problema no es en absoluto exclusivo de las ciencias humanas o sociales; muchos artículos de física o matemáticas emplean un lenguaje más complicado de lo estrictamente necesario.) No siempre, por supuesto, es fácil determinar el tipo de dificultad con la que uno se tropieza, y los autores acusados de usar un lenguaje confuso responden a menudo que las ciencias naturales utilizan también un lenguaje técnico que sólo se puede dominar tras un prolongado estudio. Sin embargo, nos parece que hay algunos criterios que ayudan a distinguir entre los dos tipos de dificultades. En primer lugar, en los casos de dificultad auténtica, se suele poder explicar en términos simples, a un cierto nivel elemental, cuáles son los fenómenos que la teoría intenta analizar, cuáles son sus principales resultados y cuáles son los argumentos más poderosos a su favor. Por ejemplo, aunque ninguno de nosotros ha estudiado biología podemos seguir, hasta cierto nivel básico, los avances en ese campo a través de la lectura de buenos libros de divulgación sobre el tema. En segundo lugar, en esos casos se puede indicar un camino claro, quizá muy largo, que conduzca a un conocimiento más profundo del tema en cuestión. Por el contrario, frente a ciertos discursos oscuros, solemos tener la impresión de que, para poder acceder a su comprensión, se nos está invitando a dar un salto cualitativo o a vivir una experiencia parecida a una revelación. Una vez más, uno no puede dejar de pensar en el traje nuevo del emperador.

3. La ciencia no es un «texto»
Las ciencias naturales no son un mero depósito de metáforas listas para ser utilizadas en ciencias humanas. Los no científicos pueden sentirse tentados de intentar aislar de una teoría científica ciertos «temas» generales que se pueden resumir en pocas palabras, como «indeterminación», «discontinuidad», «caos» o «no linealidad», para luego analizarlos de manera puramente verbal. Pero las teorías científicas no son como las novelas; en un contexto científico esos términos tienen un significado preciso, que se diferencia, de forma sutil pero crucial, de su significado cotidiano, y que sólo es comprensible dentro de una compleja trama de teoría y experimentación. Si se emplean sólo como metáforas, se acaba fácilmente llegando a conclusiones sin sentido.

4. No copiar miméticamente las ciencias naturales
Las ciencias sociales tienen sus propios problemas y sus propios métodos; no precisan seguir cada «cambio de paradigma» -real o imaginario- de la física o la biología. Por ejemplo, aunque en la actualidad las leyes físicas a nivel atómico se expresan en un lenguaje probabilista eso no impide que las teorías deterministas puedan ser válidas -con una buena aproximación- en otros niveles, como en mecánica de los fluidos o incluso -aunque aproximadamente- para ciertos fenómenos sociales o económicos. A la inversa, aun cuando las leyes fundamentales de la física fueran perfectamente deterministas, nuestra ignorancia nos obligaría a introducir gran número de modelos probabilísticos a fin de estudiar fenómenos de otros niveles, como los gases o las sociedades. Además, aun adoptando una actitud filosófica reduccionista, uno no está obligado a suscribir el reduccionismo como prescripción metodológica. En la práctica, existen tantos órdenes de magnitud que separan los átomos de los fluidos, los cerebros o las sociedades, que los modelos y métodos utilizados para estudiarlos son enormemente diferentes entre sí, y el establecimiento de vínculos entre esos diferentes niveles de análisis no es necesariamente una tarea prioritaria. Dicho de otro modo, el tipo de enfoque en cada ámbito de investigación habrá de depender de los fenómenos específicos estudiados. Los psicólogos, por ejemplo, no necesitan apoyarse en la mecánica cuántica para sostener que en su ámbito de saber «el observador influye sobre lo observado»; esto es una perogrullada, independientemente del comportamiento de los electrones o los átomos.
Es más, existen tantos fenómenos, incluso en física, que se compren den de manera imperfecta, al menos por el momento, que no hay ninguna razón para imitar a las ciencias naturales cuando se desean abordar problemas humanos complejos. Es perfectamente legítimo recurrir a la intuición o a la literatura para obtener algún tipo de comprensión, no científica, de aquellos aspectos de la experiencia humana que escapan -al menos por el momento- a un conocimiento más riguroso.

5. Desconfiar del argumento de autoridad
Si las ciencias humanas quieren beneficiarse de los indudables éxitos de las ciencias naturales, en lugar de hacerlo extrapolando directamente sus conceptos técnicos, se podrían inspirar en todo lo que de positivo hay en sus principios metodológicos, empezando por éste: medir la validez de una proposición en función de los hechos y los razonamientos que la apoyan, no de las cualidades personales o el estatuto social de sus defensores o detractores.
Esto es sólo un principio, por supuesto, y dista mucho de ser universalmente acatado en la práctica, incluso en las ciencias naturales. Los científicos, después de todo, son seres humanos y no son inmunes a las modas o a la adulación como genios. Eso no impide que hayamos heredado de la «epistemología de la Ilustración» una desconfianza totalmente justificada hacia la exégesis de textos sagrados -y textos que no son religiosos en el sentido habitual del término pueden desempeñar perfectamente esta función- y hacia el argumento de autoridad.
En París, encontramos un estudiante que, tras haber finalizado brillantemente sus estudios de licenciatura en física, empezó a leer filosofía, centrando su atención en Deleuze. Se esforzaba denodadamente por comprender ‘Diferencia y repetición’ y, tras haber leído los fragmentos matemáticos que aquí analizamos (págs. 161-163), admitió que no tenía idea de hacia dónde pretendía llegar Deleuze. Sin embargo, era tanta la fama de profundo de que gozaba dicho filósofo, que se resistía a sacar la conclusión lógica: que, si alguien como él, que había estudiado durante años el cálculo diferencial e integral, era incapaz de comprender aquellos textos, supuestamente consagrados a ese tema, probablemente era porque no tenían mucho sentido. Creemos que este ejemplo debería haberlo animado a analizar de manera más crítica el resto de la obra de Deleuze.

6. No confundir escepticismo específico con escepticismo radical
Hay que distinguir con sumo cuidado entre dos tipos de críticas de la ciencia: las que se oponen a una teoría concreta en función de argumentos específicos y las que repiten, bajo una u otra forma, los argumentos tradicionales del escepticismo radical. Las primeras pueden ser interesantes, aunque también pueden ser refutadas, mientras que las segundas son irrefutables, pero carentes de interés, justamente por su universalidad. Es fundamental no mezclar ambos tipos de argumentos, porque si uno quiere contribuir a la ciencia, sea natural o social, es preciso abandonar las dudas radicales concernientes a la viabilidad de la lógica o a la posibilidad de conocer el mundo mediante la observación o el experimento. Es evidente que siempre se puede dudar de una teoría concreta, pero los argumentos escépticos generales propuestos para apoyar esas dudas son absolutamente irrelevantes, debido precisamente a su generalidad.

7. La ambigüedad utilizada como subterfugio
Hemos visto hasta aquí numerosos textos ambiguos que se pueden interpretar de dos modos diferentes: como afirmaciones verdaderas pero relativamente banales, o como afirmaciones radicales pero manifiestamente falsas. Y en un considerable número de casos, no podemos dejar de pensar que estas ambigüedades son deliberadas. De hecho, ofrecen una gran ventaja en las justas intelectuales: la interpretación radical permite atraer lectores u oyentes relativamente inexpertos; y si, llegado el momento, se pone en evidencia su absurdidad, el autor siempre puede defenderse alegando que ha sido mal entendido y retornar a la interpretación inocua.

Extraído de ‘Imposturas intelectuales’ de Alan Sokal y Jean Bricmont. págs: 202-208


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