miércoles, 12 de diciembre de 2018

Migración y metrópolis, por Alejandro Portes

En 1980, la ciudad de Miami padeció bajo el moderno equivalente de una ofensiva extranjera. El éxodo de Mariel desde Cuba llevó más de 120 mil nuevos refugiados a la ciudad norteamericana en menos de seis meses. Aunado a las oleadas de pequeñas embarcaciones haitianas con rumbo a Miami, la situación alcanzó proporciones críticas. Se instalaron tiendas de campaña junto a las carreteras, las tropas de la Guardia Nacional tuvieron que ser movilizadas, y los criminales comunes puestos deliberadamente por el gobierno cubano en los barcos que zarparon de Puerto Mariel desataron una ola de crímenes como nunca antes había visto la ciudad (Portes y Stepick, 1993).
El éxodo de 1980 realmente no representó una invasión, sino que tuvo sus orígenes en fuerzas geopolíticas amplias ligadas a medidas estadunidenses hacia los países expulsores —Cuba y Haití, respectivamente—. Tales medidas hicieron posible que el gobierno comunista cubano buscara mejorar una difícil situación interna, exportando a sus opositores junto con un importante número de desadaptados sociales. En Haití, la demoledora pobreza y la represión política bajo un régimen apoyado por Estados Unidos llevaron a muchos a emprender un escape desesperado a bordo de embarcaciones apenas aptas para la navegación. Pero fue Miami en donde repercutió toda aquella corriente humana. Contemplando el sombrío paisaje de su ciudad ocupada por los refugiados pobres, los dirigentes políticos de la ciudad repetidamente solicitaron a Washington reasentar en otra parte a las olas de recién llegados. The Miami Herald se comprometió en una campaña poderosa exigiendo el fin inmediato del éxodo de Mariel y el traslado de los refugiados a otras áreas del país (Portes y Stepick, 1993, y García, 1996). Después, en el mismo año (1980), la ciudadanía alarmada aprobó abrumadoramente un referéndum que prohibía el uso del español o cualquier otro idioma extranjero por parte de los gobiernos locales. Todo esto fue parte de un intento por impedir el deterioro de Miami a la condición de ciudad pancaribeña.
Sin embargo, las nefastas profecías no tuvieron cumplimiento. Aunque el gobierno federal trasladó grandes grupos de recién llegados a campamentos militares en otros estados, los nuevos refugiados eventualmente retornaron a Miami, sumándose a sus comunidades étnicas respectivas. Aunque en muchos casos traumático, su proceso de aculturación y adaptación avanzó aceleradamente. Contrariamente a las predicciones más extremas, la ciudad no se hundió en el Atlántico ni se volvió un lugar empobrecido sin ley. Hacia 1990 Miami había reforzado su estatus como ciudad global, centro del comercio de Estados Unidos con América Latina, y área culturalmente cosmopolita (Pérez, 1992, y Sassen y Portes, 1993). Sin duda, hubo perdedores en el proceso, y éstos fueron en su mayor parte aquellos identificados con el pasado de la ciudad. El establishment local tuvo que ceder rápidamente para acomodar a los recién llegados. The Miami Herald cambió de tono e incluso creó una edición en español por temor a quedarse sin lectores. Los viejos habitantes se adaptaron o dejaron la ciudad.
Las repercusiones del referéndum antibilingüe fueron particularmente instructivas. Activaron una fuerte reacción en los círculos hispanos, especialmente entre los cubanos. Antes del referéndum, la mayor parte de la actividad política cubana había estado orientada a derrocar al régimen de Fidel Castro. La victoria de los nativistas locales en 1980 fue, sin embargo, una llamada a la acción. Los antiguos exiliados no perdieron tiempo en obtener la ciudadanía y registrarse para votar. Para entonces ya representaban una proporción significativa de la población de Miami, y por lo tanto, su rápida movilización transformó la política local. En poco más de diez años, las alcaldías de la ciudad y el condado fueron ocupadas por cubanoamericanos. Igual sucedió con la mayoría de los puestos del ayuntamiento y las representaciones del área en la legislatura estatal y el Congreso. En el proceso, la mayoría de los antiguos pronativistas, incluyendo a los defensores originales del referéndum antibilingüe, fueron desplazados del gobierno (Portes y Stepick 1993; García, 1996, y Portes, 1984).
Hago hincapié en este ejemplo porque ayuda a ilustrar tres puntos fundamentales de la relación entre las ciudades y la inmigración. Primero, es normalmente inútil buscar detener o reencauzar las corrientes migratorias a nivel local. Aunque en principio parece injusto que las consecuencias de políticas nacionales sean experimentadas a nivel local, tal es el curso normal de los acontecimientos, dada la relación subordinada de las ciudades con respecto a los Estados-nación. Segundo, las ciudades no perecen por la migración sino que cambian. Son las áreas claves donde ocurre el proceso de incorporación de los inmigrantes; es allí donde los recién llegados dan los primeros pasos para aprender el nuevo idioma y cultura, y al hacerlo, influyen sobre la composición de la población y el carácter de la vida urbana. Tercero, los intentos locales para suprimir o subordinar grupos migrantes generalmente llevan a consecuencias que son las contrarias a las planeadas.
En Miami, el efecto principal de las fuertes campañas nativistas fue expulsar a sus proponentes de la política local. En otros casos, sin embargo, las medidas agresivas contra los inmigrantes no detienen su llegada, sino que hacen su proceso de incorporación social y económica mucho más difícil. Esta situación puede llevar al surgimiento de una subclase urbana como en una profecía autocumplida de la hostilidad nativista: los migrantes que originalmente buscaron aceptación y raramente cometieron crímenes u otros actos de oposicion, cada vez más tienen posibilidades de hacerlo, como resultado directo de su exclusión social. Las consecuencias de este proceso de “formación reactiva” entre hijos de inmigrantes (segunda generación) han sido examinadas en detalle en otras publicaciones (Portes y Rumbaut, 1996; Portes y Zhou, 1993; Rumbaut, 1994, y Suárez Orozco, 1987).
Puesto que la inmigración continuará dirigiéndose hacia las ciudades e inevitablemente las transformará, el curso de acción más inteligente es manejar la situación con medidas que faciliten la incorporación de los recién llegados. Ésta es la práctica de ciudades que están acostumbradas a sucesivas oleadas de inmigrantes y que han sido moldeadas en gran parte por su presencia. Nueva York es un buen ejemplo de ello, donde llama la atención que las autoridades estén presentes en cada festival étnico, desde el Día de San Patricio irlandés hasta el Día de la Independencia colombiano (Guarnizo, Sánchez y Roch, 1999). La lección es clara: la tolerancia pluralista es la medida más eficaz tanto en la prevención de explosiones étnicas reactivas como en la integración a largo plazo de los inmigrantes a la vida urbana.
En cuanto a los cambios en la estructura urbana efectuados por la inmigración, las opiniones varían con la posición del observador. Los antiguos habitantes normalmente lamentan tales cambios atribuyéndoles la decadencia irreversible de su ciudad. Hay, sin embargo, una posición alternativa que resalta las contribuciones fundamentales de la inmigración para mantener el dinamismo social y económico en los medios urbanos, creando nuevas oportunidades de empleo y haciendo la vida citadina más diversa y cosmopolita. Las ciudades habitadas por una población rica pero en proceso de envejecimiento se estancan. Pueden ser lugares seguros y apacibles, pero también carecen de la vitalidad y sentido de innovación de las áreas que son receptoras de flujos migratorios. Miami, después de 1980, es un lugar transformado, pero sería arriesgado afirmar que ha decaído. Lo mismo se puede decir de Los Ángeles o Nueva York.



Extraído de "Inmigración y metrópolis: Reflexiones acerca de la historia urbana" de Alejandro Portes

El Determinismo Social

Las ciencias sociales nacieron marcadas por ciertos determinismos que definían las diferentes escuelas y enfoques. Los principales eran el...