sábado, 11 de mayo de 2019

¿Por qué la "apropiación cultural" no es tan mala como quieren hacernos creer?

Un concepto puesto de moda en los últimos años por los activistas en pro de las minorías es el de “apropiación cultural”, cuya definición más común es la de la situación en la que una cultura mayoritaria toma elementos o prácticas de una cultura minoritaria de manera banal, ignorando el significado profundo y tradicional que aquello tiene para las personas de la cultura que proviene. Esta idea lleva a una actuación muy militante, y con ella a afirmar que todos aquellos que usan artefactos o imitan (interiorizan) las prácticas de una cultura considerada minoritaria están a su vez ejerciendo algún tipo de violencia (¿cuál?) contra esa cultura, pues hace ello ignorando o soslayando deliberadamente el simbolismo original que aquello acarrea para las personas de la cultura de donde proviene. Por otro lado, ante la crítica contraria, esto es, que las personas de culturas dominadas también imitan prácticas o hacen uso de artefactos de las culturas dominantes, la respuesta es que ello es debido a la opresión y a la asimilación forzosa que ejecuta la cultura dominante.
Si analizamos esta idea, y su puesta en práctica, desde una perspectiva racional que tome en cuenta el hecho demostrado por los antropólogos del siglo XX de que lo sagrado y lo profano son relativos a determinada cultura, podemos ver que la idea de la apropiación cultural es poco menos que una tontería y que no cabe en ninguna sociedad intercultural que quiera construir una convivencia sana entre los grupos que la habitan.

En primer lugar, aunque la convivencia en realidades interculturales nos obligue a tratar de comprender la cultura de los demás para evitar el conflicto, no estamos en absoluto obligados a aceptar las significaciones o ideas de otros grupos humanos, esto es, lo que para ellos es sagrado no tiene que serlo para nosotros: así como no existe el dios judeo-cristiano-islámico, tampoco existen los dioses de demás religiones o culturas. La historia contemporánea nos muestra que el acto de enfadarse u ofenderse por el uso banalizado de elementos culturales propios por parte de otros es un acto propio de fundamentalistas (como los islamistas o evangélicos radicales), y el fundamentalismo es pernicioso sin importar que venga de un iraquí islamista, un WASP evangélico o un indígena indignado. Por ello, frente al fundamentalismo, que cierra la posibilidad de cambio y dinamicidad de la cultura, nuestro deber como ciudadanos es combatirlo demostrándoles a las personas que aquello que consideran sagrado puede no serlo para todo el resto de seres humanos.

En segundo lugar, incluso cuando alguien hace uso de cierta práctica o artefacto cultural sin conocerlo a profundidad, eso no es necesariamente dañino para la cultura a la que pertenece aquella práctica o artefacto. Un ejemplo de ello es la obra maestra del mangaka japonés Hideaki Anno: Evangelion. Esta obra es un anime y manga que usa muchos simbolismos judeocristianos, como los ángeles, referencias a los papiros del Mar Muerto, etc. ¿Acaso por el hecho de que hayan sido usados por alguien que proviene de una sociedad industrializada y rica, ese uso de simbolismos judeocristianos daña a alguien que profese esas religiones?, a lo mucho les causará algo de irritación a algunos clérigos o rabinos intolerantes, pero el resto de personas cristianas o judías no se ven afectadas por ello. Claro, alguien podría argumentar que el cristianismo es una religión dominante y por ello no es susceptible de apropiación cultural, pero no olvidemos que el cristianismo tiene a su mayor cantidad de practicantes en Latinoamérica, mientras pierde millones en Europa, Norteamérica y Australia.

Respecto a Latinoamérica, un ejemplo conocido es el de Paco de Lucía y el cajón peruano. El guitarrista andaluz popularizó tanto el uso de este instrumento que muchas personas llegaron a creer que era un instrumento flamenco. La confusión está resuelta hace tiempo y todos saben que el cajón es de origen afroperuano. Ahora bien, ¿eso daña en algo a la comunidad afroperuana? En términos materiales no, aunque Paco de Lucía se haya hecho millonario introduciéndolo como una novedad en su música: el dinero que él ganó no fue dinero arrebatado a los afroperuanos.

Algo similar ocurrió con la familia Gracie y el Jiu Jitsu japonés en Brasil, lo que desembocó en el nacimiento de una de las artes marciales más respetadas del mundo, el Jiu Jitsu brasileño, la cual ya no tiene nada del ritualismo original del Jiu Jitsu japonés sin que por ello la minoría japonesa de Brasil se vea afectada u ofendida por ello. (Por cierto, cuando Helio Gracie, aristócrata brasileño de origen escocés, creó el Jiu Jitsu brasileño, la comunidad japonesa en Brasil aun era incipiente y constituida principalmente por obreros y campesinos).

En tercer lugar,
no todo uso de un artefacto o práctica de otra cultura es banal. Por el contrario, puede usarse de maneras muy productivas para lograr metas sociales valiosas. Un ejemplo de ello es el músico blanco sudafricano Johnny Clegg y su banda Savuka. Pocos que conozcan sobre el ambiente cultural en la Sudáfrica del Apartheid podrán negar la influencia que ejercieron canciones como “Asimbonanga (Mandela)” para crear conciencia sobre las atrocidades del Apartheid.
 
En cuarto lugar,
hay artefactos o prácticas que se han globalizado y que en consecuencia ya no pertenecen a la comunidad de donde nacieron, sino a la humanidad. Esto es lo que se le puede decir a la activista norteamericana que acusó a Bruno Mars de apropiación cultural de la cultura negra del hip hop. Lastimosamente, su crítica llegó demasiado tarde, el hip hop ya no es patrimonio de los afroamericanos del Bronx, sino una forma de expresión de las juventudes urbanas de casi todo el mundo, incluida Hawaii, que es de donde proviene Mars.
 
En quinto lugar, en determinados casos, esos usos incluso han sido beneficiosos para las culturas originarias de aquellas prácticas. Un clarísimo ejemplo de ello son Tailandia y el Muay Thai. Hasta la década de 1980, el Muay Thai solo era conocido fuera de Tailandia por algunos aventureros que llegaban a ese país buscando nuevos retos. Es con la película “Kickboxer” de 1989, protagonizada por Jean Claude Van Damme, que este arte marcial se hace conocido mundialmente. Y desde ahí ya nunca más volvió a ser el mismo. En vez de ser objeto de consumo banal o pasajero, el Muay Thai se ha convertido en una de las artes marciales más respetadas en el mundo de los deportes de combate, atrayendo anualmente a miles de jóvenes a coliseos como el Lumpini de Bangkok que son verdaderas mecas a las que todo peleador de Muay Thai de cualquier lado del mundo quiere ir para probar su destreza en este arte marcial, sin necesidad de que conozca o entienda las raíces del sincretismo budista-hinduista en que se funda este arte. Es difícil ver cómo se habría podido perjudicar la cultura tailandesa por la difusión del Muay Thai, por el contrario, ha ganado respeto internacional y un flujo constante de turistas jóvenes que quieren visitar ese país solo para probar sus habilidades pugilísticas.

Por último, es falso que cuando las personas de un grupo dominado usan un artefacto o copian una forma de comportamiento de la cultura dominante es por imposición asimilacionista, también puede ser, y de hecho muchas veces es, por elección. Ejemplos de esto abundan en el mundo del arte. El cantante norteamericano Lenny Kravitz hace rock, género musical que no es representativo de las poblaciones afroamericanas, aunque tenga un innegable origen afroamericano. De hecho podría haber hecho más dinero si a inicios de su carrera hubiese hecho pop o disco al estilo Michael Jackson o más recientemente hubiese incursionado en el hip hop. Pero su elección artística y su propio gusto musical lo llevó hacia el rock. Lo mismo sucedió cuando los migrantes andinos de Perú tomaron los sonidos de guitarras eléctricas del rock sesentero para combinarlo con la cumbia colombiana y crear la música chicha. No había ninguna presión asimilacionista para hacer ello, era pura experimentación musical con instrumentos y ritmos de otros lados para crear algo propio, distinto a lo que escuchaban los grupos poderosos.



En conclusión, lo escrito en este artículo no debe interpretarse en el sentido de que siempre es beneficioso para las partes involucradas, simplemente estoy queriendo decir que este tipo de acción no es algo intrínsecamente dañino para las personas de los pueblos originarios de esas prácticas o artefactos. Aunque también es cierto que en la mayoría de los casos tampoco las beneficia (con excepciones como el Muay Thai, reseñado líneas arriba). Los únicos que se molestan y se sienten dañados por esto son las personas tradicionalistas de las culturas originarias y sus paternalistas protectores activistas, que, de manera semejante a los fundamentalistas islámicos, no entienden que otras personas pueden no considerar sagrado lo que hacen, así como ellos no consideran sagrado lo que se hace en otras culturas. Podemos acabar este breve artículo diciendo que si bien la antropología del siglo XX nos enseñó que no hay nada intrínsecamente sagrado o profano y que ese tipo de fenómenos son dependientes de la cultura de una sociedad determinada, los activistas del siglo XXI parecen no haber aprendido esa lección, o haberla olvidado por completo.

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