Friedrich von Hayek, el famoso economista neoliberal desaparecido en 1992 a la edad de 92 años, fue uno de los hombres más cultos y encantadores que he conocido. También fue uno de los más peligrosos. Nos conocimos por mediación de nuestro común amigo Karl Popper, y nos visitamos mientras ambos residíamos en Freiburg, Alemania del sur, hace tres décadas. En ese entonces Hayek enseñaba en la Universidad de Freiburg después de haber actuado en Viena y más tarde en la célebre London School of Economics (de 1931 a 1950), y en la no menos célebre Universidad de Chicago (de 1950 a 1962). En 1969, cansado de Freiburg se trasladó a Salzburg. Unos años después me escribió desde Australia.
Hayek fue más erudito e ideólogo que creador e investigador. Escribió mucho, sobre numerosos temas, así como con claridad y elegancia, durante toda su vida adulta. Publicó su último libro, La presunción fatal, a la edad de 88 años. Su biblioteca, en la que vivía la mayor parte del tiempo, era vastísima. Una noche, enzarzados en una discusión durante la cena, tuve la peregrina ocurrencia de poner en duda una afirmación de Hayek sobre John Stuart Mill, de quién a la sazón yo solo conocía la obra filosófica. Hayek se levantó de la mesa y regresó unos segundos después enarbolando un grueso tomo de Mill. Al cabo de una breve búsqueda encontró el pasaje que buscaba, en el que Mill hacía un cálido elogio del cooperativismo y del socialismo.
Hayek no dudaba de la posibilidad y virtud de la cooperación, pero sostenía que esta solo es posible en pequeña escala, cuando la gente se conoce y puede ponerse de acuerdo. Creía que, en la gran escala que caracteriza a la economía moderna, solo funciona la competencia, porque a este nivel predomina el anonimato, y la coordinación exige la intervención de una tercera parte, el Estado, el que puede asumir poderes despóticos. Prefería dejar la coordinación a la famosa “mano invisible” de Adam Smith, a coartar las libertades individuales.
Desgraciadamente, Hayek no fue consecuente. Cuando el general Pinochet le pidió consejo, Hayek viajó a Santiago de Chile y se lo dio. En esa ocasión escribió que “a veces es menester instaurar un régimen autoritario para garantizar la libertad individual”, en otras palabras, Hayek se las arregló para conciliar su doctrina liberal con el fascismo. En realidad no creía en la democracia, porque temía la opresión de la minoría por la mayoría, temor por cierto legítimo, pero que no excusa la opresión de la mayoría por la minoría.
El colapso de la economía dirigida del ex bloque soviético parece haberles dado la razón a Hayek, su maestro Von Mises y demás economistas de la escuela austriaca, quienes siempre atacaron el intervencionismo estatal. Si se mira bien, no hay tal triunfo, y esto por dos motivos. Primero, la economía soviética no era auténticamente socialista, o sea democrática o auto gestionada, sino autoritaria: no había socializado sino nacionalizado los medios de producción. Peor: los había puesto a disposición del Partido Comunista, una casta privilegiada, omnipotente, incompetente y corrupta.
Segundo, el ideal socialista está incorporado, en alguna medida, en el Estado de bienestar que impera en todo el mundo industrializado, sobre todo en Europa y Canadá. Este no solo provee seguridad social y numerosos servicios públicos, sino también leyes que limitan el poder de la empresa privada y, con ello, la libre competencia de la que habla la economía neoclásica.
Hayek combatió el socialismo y el intervencionismo estatal en todas sus formas. Los combatió en nombre de la libertad, sin interesarse por la justicia social, que juzgaba una ilusión incompatible con el mercado libre. A diferencia de Adam Smith, Karl Marx, John Stuart Mill, John Maynard Keynes, Gunnar Myrdal y Raúl Prebisch, a Hayek nunca le conmovió la tragedia de la pobreza, en particular la causada por la desocupación involuntaria masiva y permanente. Pero al menos toleró la llamada “red de seguridad”.
Supongo que la indiferencia de Hayek por los problemas sociales se debía a que vivía en su biblioteca y solo leía libros y artículos de colegas, nunca las estadísticas ni, menos aún, la crónica diaria de la pobreza. Nunca estuvo al frente de una empresa que no fuese académica. (No es por casualidad que la mayoría de los economistas neoclásicos son profesores, y que en cambio los expertos en administración no usan la economía neoclásica y se inclinan frecuentemente por la escuela institucionalista, la que preconiza la intervención redistribuidora, moderadora y reguladora del Estado.)
Al igual que los demás economistas neoliberales, Hayek creía que las fluctuaciones del mercado son inevitables, y que toda tentativa de regularlos solo puede empeorar las cosas. No advertía la contradicción entre su credo liberal, que incluye la fe en la iniciativa individual, y su fatalismo de mercado. Tampoco reconoció las llamadas externalidades y fallas de mercado ni los costos sociales de estas fallas, tales como la contaminación ambiental y el agotamiento de los recursos naturales no renovables.
Hayek se sumó al coro de los críticos del New Deal de Roosevelt por haber impuesto regulaciones estatales, sin preguntase si evito un gran número de bancarrotas y alivio la suerte de los desamparados. Nunca admitió que el éxito del Plan Marshall en la reconstrucción económica de Europa después de la II Guerra Mundial refutase su afirmación de que todo planeamiento es desastroso y conduce a la servidumbre. Y nunca parece haberse enterado de que el éxito sensacional de la economía japonesa se debe en buena parte a la estrecha colaboración entre los gigantes industriales entre sí y con el Estado, el que mantiene un poderoso y eficaz ministerio de planeación, control y fomento técnicos e industriales: el famoso MITI.
Pocos se explican por qué Hayek recibió el Premio Nobel en economía, ya que no se le debe ninguna teoría original y ninguna política eficaz. Básicamente se limitó a ensalzar el capitalismo clásico, con su consigna laissez faire. Más aún, Hayek siempre se opuso a la utilización de la matemática en la teoría económica: fue metodológicamente reaccionario. Ni siquiera respetaba la econometría, principal herramienta de predicción económica a corto plazo. Sin embargo, es preciso reconocer que su desconfianza por el formalismo se justifica en parte, ya que a menudo es inútil.
Vale la pena releer el discurso de aceptación del Premio Nobel, que Hayek compartió en 1974 con el gran economista y sociólogo sueco Gunnar Myrdal. Hayek comenzó diciendo que los economistas no tienen motivo de orgullo, porque han embarrado las cosas al pretender pensar y actuar científicamente. Luego critica a Lord Keynes (sin mencionarlo) por haber sostenido que el volumen de la demanda es proporcional al nivel de empleo, por lo cual debería procurar mantener una tasa máxima de empleo. (Quienes no tienen ingreso no compran.)
Curiosamente, Hayek admite que los datos estadísticos confirman fuertemente esta hipótesis, pero al mismo tiempo la juzga falsa y nociva. Cree que solo prueba que en economía no hay que aceptar el método científico.
Elogia a los españoles Luis Molina y Juan de Lugo por haber sostenido, a fines del siglo XVI y mediados del XVII respectivamente, que solo Dios puede conocer el “precio matemático” de las mercancías, por depender este de numerosas circunstancias particulares.
En la misma conferencia, titulada “La simulación de conocimiento”, Hayek sostiene que la creencia de que sólo las magnitudes mensurables son importantes es una mera superstición. Cree que el éxito de las ciencias naturales se debe a que solo lidian con un número relativamente pequeño de variables. Obviamente, nunca miró un artículo sobre termomecánica, fisicoquímica, magnetohidrodinamica, física del estado sólido, o biomatemática.
Hayek adoptó el dogma de los neokantianos (en particular Dilthey), de que es imposible hacer ciencias sociales. Por este motivo, no debe extrañar que invitase a colaborar en la revista Económica, que dirigió durante un tiempo, al filósofo Alfred Schütz. Este se propuso combinar la economía austriaca con la fenomenología, para terminar afirmando que el estudioso de la sociedad solo debe tener en cuenta el flujo de la propia conciencia y los episodios de la vida cotidiana, y proponer modelos inteligibles al lego.
Al igual que otros economistas, tales como Smith, Mill, Cournot, Marx, Keynes, Samuelson y Friedman, Hayek se interesó por la filosofía. Escribió sobre percepción, conocimiento, reglas, efectos imprevistos de las acciones humanas y cientificismo. Desgraciadamente, adoptó una definición idiosincrásica de este último, a saber, la tentativa fallida de imitar, en ciencias sociales, la objetividad y el rigor de las ciencias naturales.
Él juzgaba que estas finalidades son inalcanzables. Sostenía que los datos de las ciencias sociales son subjetivos: que sólo se refieren a los deseos y las expectativas de los individuos. Olvidaba que rara vez tenemos acceso a la vida mental de los demás y que, en cambio, disponemos de estadísticas fidedignas sobre la producción, el intercambio y el consumo de sistemas sociales, tales como familias, empresas, sectores y regiones.
Hayek fue más popular entre los políticos conservadores que entre sus colegas. Entre sus críticos descolló el economista argentino Raúl Prebisch, creador y director de la CEPAL, campeón de la integración económica latinoamericana y propulsor del planeamiento para el desarrollo de Iberoamérica. Prebisch criticó agudamente las ideas de Hayek y Friedman en su delicioso “Dialogo acerca de Friedman y Hayek (desde el punto de vista periférico)” publicado en el N° 15 (1981) de la Revista de la CEPAL.
Hayek ha muerto, pero ha dejado una escuela políticamente influyente. Además, libros y artículos que, aunque avejentados, da gusto leer por su erudición, franqueza y claridad. Cada vez que me topo con uno de ellos recuerdo la sonrisa afectuosa y el corbatín de este hombre tan admirable por su erudición y su sentido del humor como peligroso por su insensibilidad social y su ciega pasión ideológica.