Es poco frecuente que una idea filosófica obtenga la aceptación unánime de la comunidad intelectual entendida en sentido laxo; la filosofía, por su misma índole, tiende a formular tesis cuyo alcance y generalidad dan pie a la controversia. Sin embargo, en las dos últimas décadas se ha ido formando un consenso importante -al menos en las ciencias sociales y humanísticas, ya que no en las ciencias naturales- en torno a una tesis sobre la naturaleza del conocimiento humano: la tesis de que el conocimiento es algo socialmente construido.
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La tesis de la Validez Igual
El 22 de octubre de 1996, el New York Times desplegó en primera plana un artículo poco corriente. Llevaba por título «Los creacionistas de las tribus indígenas frustran a los arqueólogos », y describía un conflicto surgido entre dos concepciones divergentes acerca del origen de las poblaciones autóctonas de América. Según la explicación arqueológica estándar, extensamente confirmada, los seres humanos llegaron por primera vez a América procedentes de Asia, cuando cruzaron hace aproximadamente 10.000 años el estrecho de Bering. En cambio, algunos mitos creacionistas de los indígenas norteamericanos sostienen que los pueblos nativos han vivido en el continente americano desde que sus antepasados ascendieron a la superficie de la tierra desde un mundo subterráneo de espíritus. Para decirlo con las palabras de Sebastian LeBeau, un funcionario de los sioux del Río Cheyenne, una tribu dakota con sede en Eagle Butte (Dakota del Sur, Estados Unidos):
Sabemos de dónde vinimos. Somos los descendientes del pueblo búfalo. Éste emergió de las entrañas de la tierra, después de que espíritus sobrenaturales prepararan este mundo para que la humanidad habitara en él. Si las gentes no indias se empecinan en creer que evolucionaron de un mono, allá ellas. Pero aún no me he topado con cinco dakotas que crean en la ciencia y en la evolución.
El Times observaba a continuación que muchos arqueólogos, desgarrados entre su fidelidad al método científico y su aprecio de la cultura autóctona, «se han visto empujados hacia un relativismo posmoderno, para el cual la ciencia es sólo un sistema de creencias entre otros». Y citaba a Roger Anyon, un arqueólogo británico que ha trabajado para el pueblo zuñi:
La ciencia es sólo una de las numerosas maneras de conocer el mundo. [La concepción zuñi del mundo] es tan válida como el punto de vista de la arqueología acerca del contenido de la prehistoria.
Se citaba también la exhortación de otro arqueólogo, el doctor Larry Zimmerman, de la Universidad de Iowa, a cultivar un tipo diferente de ciencia, a caballo entre las formas de conocimiento occidentales y las indígenas.
El doctor Zimmerman añadía:
Personalmente rechazo la ciencia como un modo privilegiado de ver el mundo.
Pese a que resultan fascinantes, estas observaciones revestirían un interés meramente pasajero si no fuera por la enorme resonancia de la perspectiva filosófica general en la que se inscriben. La idea de que hay «muchas maneras igualmente válidas de ver el mundo», de las cuales la ciencia sería tan sólo una más, ha echado hondas raíces, especialmente en el mundo académico, pero también, como era inevitable, hasta cierto punto fuera de él. En vastos sectores de las humanidades y de las ciencias sociales esta clase de «relativismo posmoderno» sobre el conocimiento ha adquirido el estatus de una ortodoxia. Lo denominaré, tratando de ser lo más imparcial posible, la doctrina de la Validez igual [Equal Validity] Existen muchas formas radicalmente distintas, pero «igualmente válidas», de conocer el mundo, de las cuales la ciencia es sólo una. He aquí unos cuantos ejemplos representativos de académicos que respaldan la idea básica que subyace a la Validez Igual:
A medida que vamos reconociendo el estatus convencional y artificioso de nuestras formas de conocer, se nos hace patente que somos nosotros, y no la realidad, los responsables de aquello que conocemos.
La ciencia del primer mundo es sólo una ciencia entre otras […].
Para el relativista no tiene sentido la idea de que haya estándares o creencias, distintos de los que son aceptados localmente como tales, que sean realmente racionales. Debido a que piensa que no hay normas de racionalidad desprovistas de un contexto o supraculturales, no considera que las creencias racionales y las irracionales constituyan dos clases disjuntas y cualitativamente diferentes de cosas.
Y se podrían citar muchos más pasajes similares.
¿Qué es lo que hace que la doctrina de la Validez Igual parezca tan radical y contraintuitiva?
Bueno, normalmente pensamos que en asuntos fácticos como el que se refiere a la prehistoria americana hay un modo de ser de las cosas que es independiente de nosotros y de nuestras creencias acerca de él; un hecho objetivo, por así decirlo, sobre la cuestión de dónde se originaron los primeros americanos.
Y no es que necesariamente seamos objetivistas de los hechos en este sentido en todos los dominios en que emitimos juicios. En moral, por ejemplo, hay personas, incluyendo filósofos, que se inclinan a ser relativistas: sostienen que hay muchos códigos morales alternativos que especifican lo que debe ser considerado buena o mala conducta, pero que no hay hechos que hagan que algunos de esos códigos sean más ‘correctos’ que cualquiera de los demás. También hay quienes son relativistas en estética, es decir, acerca de lo que se debe considerar bello o artísticamente valioso. Estas formas de relativismo en asuntos de valor son, por supuesto, discutibles, y siguen siendo discutidas. Sin embargo, incluso en los casos en que las consideramos poco plausibles, nunca llegan a parecernos absurdas de entrada. En cambio, con respecto a cuestiones fácticas como la del origen de los primeros habitantes de América, es indudable que solemos pensar que simplemente hay un hecho objetivo que dirime la cuestión.
Puede que no sepamos cuál es ese hecho; pero, una vez despertado nuestro interés en el asunto, intentamos descubrirlo. Y disponemos de un amplio abanico de técnicas y métodos -la observación, la lógica, las inferencias para alcanzar la mejor explicación posible, etc., en contraste con la lectura de las hojas de té o la observación de una bola de cristal- a los que consideramos las únicas formas legítimas de formarnos creencias racionales sobre el tema en cuestión. Son estos métodos -propios de eso que denominamos ‘ciencia’, pero igualmente característicos de los modos ordinarios de búsqueda de conocimiento- los que nos han inducido a creer que los primeros americanos llegaron de Asia atravesando el estrecho de Bering. Esta creencia podría ser falsa, por supuesto; pero, teniendo en cuenta la evidencia disponible, es la más razonable; o, al menos, eso es lo que normalmente tendemos a pensar.
Y porque creemos todo esto, solemos confiar en los resultados de la ciencia; le asignamos a ésta una función privilegiada cuando se trata de determinar el contenido de lo que se les enseña a nuestros hijos en la escuela, fijar lo que se debe aceptar como probatorio en nuestros tribunales o establecer las bases de nuestras políticas sociales. Presuponemos que existe un estado de cosas que determina lo que es verdadero en cada caso. Queremos aceptar solamente aquello respecto de lo cual tenemos buenas razones para creer que es verdadero; y consideramos que la ciencia es la única instancia capaz de especificar la forma adecuada de alcanzar creencias razonables acerca de lo verdadero, al menos en el ámbito de lo puramente fáctico. En una palabra: confiamos en la ciencia.
Para que esta confianza en la ciencia no esté errada, más nos vale, sin embargo, que el conocimiento científico sea realmente privilegiado; es decir, que no haya muchas formas de conocer el mundo, radicalmente distintas entre sí pero igualmente válidas, de las cuales la ciencia no sería sino una entre otras. Pues si la ciencia no fuera privilegiada, acaso no tendríamos más remedio que conceder tanta credibilidad a la arqueología como al creacionismo zuñi, o a la teoría de la evolución como al creacionismo cristiano; un proceder, por cierto, propugnado cada vez por más estudiosos del ámbito académico, seguidos de un número creciente de gente que no pertenece a él.
Así pues, la Validez Igual es una doctrina de importancia considerable, incluso más allá de los confines de la torre de marfil. Si el vasto número de estudiosos de las humanidades y las ciencias sociales que la apoyan tuviese razón, no estaríamos simplemente cometiendo un error filosófico pertinente para un reducido número de especialistas de la teoría del conocimiento; nos habríamos equivocado de plano en la identificación de los principios que deben regir la organización de la sociedad. Reviste, en consecuencia, especial urgencia decidir si dichos estudiosos están en lo cierto o se equivocan.
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Epilogo
El meollo de la convicción constructivista de la que nos hemos ocupado en este libro es que el conocimiento es algo construido por las sociedades, en formas que reflejan las necesidades e intereses contingentes de estas últimas. Hemos entresacado tres ideas distintivas de lo que podría ser una formulación atractiva de esta convicción, y hemos analizado los argumentos que pueden aducirse a su favor.
Del lado negativo, parecen existir severos reparos a todas y cada una de las versiones del constructivismo del conocimiento que hemos examinado. Un constructivismo de la verdad es incoherente; un constructivismo de la justificación no sale mucho mejor parado; y parece haber objeciones contundentes a la idea de que no podemos explicar nuestras creencias recurriendo únicamente a razones epistémicas.
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En sus momentos más brillantes, el pensamiento del constructivismo social denunció la contingencia de aquellas de nuestras prácticas sociales que erróneamente habíamos llegado a considerar impuestas por la naturaleza (véanse, por ejemplo, los trabajos de Simone de Beauvoir y Anthony Appiah). Y lo hizo siguiendo los cánones del buen razonamiento científico. En cambio, perdió su rumbo cada vez que se empeñó en convertirse en una teoría general sobre la verdad y el conocimiento. Lo difícil es entender por qué tales aplicaciones generalizadas de la idea de construcción social han llegado a seducir a tanta gente.
Una fuente de su atractivo es inocultable: dichas aplicaciones son armas tremendamente poderosas. Si se puede afirmar que sabemos de entrada que cualquier ítem de conocimiento debe su estatus a la aprobación que le conceden nuestros valores sociales contingentes, entonces podremos desconocer olímpicamente cualquier pretensión de conocimiento cada vez que no compartamos los valores en los que supuestamente está basada.
Pero estamos retrasando el planteamiento de la auténtica pregunta: ¿Por qué este miedo al conocimiento? ¿Qué hace que sintamos la necesidad de protegernos de sus manifestaciones? En Estados Unidos, las concepciones constructivistas del conocimiento están estrechamente ligadas a movimientos progresistas, como el poscolonialismo y el multiculturalismo, porque parecen dotar a las culturas oprimidas de las herramientas que necesitan para defenderse de la acusación de abrigar opiniones falsas o injustificadas.
Pero resulta difícil comprender, incluso desde una perspectiva estrictamente política, cómo alguien ha podido llegar a concebir la idea de que ésta es una buena aplicación del constructivismo social: pues si los poderosos no pueden criticar a los oprimidos porque las categorías epistemológicas básicas están inexorablemente vinculadas a perspectivas particulares, entonces se sigue que tampoco los oprimidos podrán criticar a los poderosos. La única manera de evitar -hasta donde yo puedo ver- este desenlace fuertemente conservador sin abandonar el constructivismo sobre el conocimiento sería propugnar abiertamente la utilización de un doble criterio; es decir, permitir la crítica de una idea cuestionable cuando ésta fuera sostenida por quienes ostentan el poder (el caso, por ejemplo, del creacionismo cristiano), pero no cuando fuera sostenida por los oprimidos (como sucede con el creacionismo zuñi).
Nuestras intuiciones nos dicen que las cosas tienen una manera de ser que es independiente de las opiniones humanas, que somos capaces de alcanzar creencias objetivamente razonables sobre cómo son las cosas y que estas creencias son vinculantes para todas aquellas personas capaces de apreciar -independientemente de su origen social y cultural- la evidencia correspondiente. Por muy complejas que puedan parecer estas ideas, es un error pensar que la filosofía reciente ha descubierto razones poderosas para rechazarlas.
Texto extraído de “El miedo al conocimiento” de Paul Boghossian.